24 de abril de 2009

Santos

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Era la pareja ideal, la gente los pregonaba por las calles del pueblo, decían que era la última guaracha en matrimonio, modernistas pero sin ni siquiera un pensamiento adultero; yo la verdad no le prestaba mucha atención , me parecían poco agradables los cabrónes que venían a dárselas de santurrones al pueblo.Mis padres por el contrario, divulgadores de la pureza de los Santos , seguidores de la religión idólatra que los patrocinaba y sobre todo siervos complacientes de la parejita; los invitaban a almorzar,a tomar el café de la tarde , a salir al campo , y a la dichosa esposa a dar un paseo por el jardín , yo creo que a mis papás no les pasaba siquiera por la cabeza pensar, que el distiguídsimo señor y yo matamos de pura traición, a la señora de Santos.
Así transcurrieron días , días en que sentados en la sala , el señor Santos hablaba con mi padre de cosechas pasadas y próximas ,me guiñaba el ojo mientras movía la boca como un cerdo ,proponiéndome pasiones lujuriosas ;en un principio solo me producía un fresquito, pensar que el distinguidísimo no era tan santo como lo llamaban. Así terminé enredada entre sus brazos con el pretexto de demostrar que nadie es tan santo y tan casto. Entre miradas coquetas, roces de mano y cogidas de rodilla , terminamos enrollados entre sabanas sin que nadie lo sospechara siquiera. Así estuvimos largos meses, la fachada de su matrimonio ideal continuaba y mi actitud de hija complaciente permanecía intachable.
Hoy mientras le echamos tierra a la muerta recordamos su rostro demacrado , sus ojos medio tristes que se le desfiguraron , mientras su cuerpo caía de espanto ante nuestros pies.
Hacía algún tiempo la pobre mujer sufría de una neumonía crónica, mis padres me habían enviado a su casa para que atendiera al señor Santos en todo lo concerniente a los oficios que realizaba la esposa, arreglar la ropa, preparar el desayuno, alistarle los baños de agua caliente, según mis padres para que al pobre hombre que era castigado por Dios injustamente, no se le diera tan duro la enfermedad de su mujer.
La mujer recaía cada día ,la curandera le había procurado todo lo que le recomendaban, agua de hierbas para tomar, baños de matarratón y sábila , aceite de tiburón, de bacalao, pero todo era en vano, ya ni siquiera su esposo iba al cuarto alejado donde la tenìan. Èl y yo vivíamos en otro mundo, en ese donde solo existia el deseo y donde el recuerdo de su mujer se me borraba , mientras se me impregnaba en la piel la vida loca de ese hombre que me hacía el amor.
Yo creo que esa mujer no tenía descanso ,de vez en cuando la escuchaba llamarlo , diciéndole que lo amaba , que ella tenía la culpa de que el se hubiera alejado , que por esa maldita enfermedad lo estaba perdiendo , pero que volvería sana para que se amaran como antes.
Ya habían pasado tres o cuatro meses de mentira y traición, hoy me atraviesa un hilo de cargo de conciencia , algo que no había sentido jamás ; recuerdo sus sollozos , sus quejidos de dolor y de soledad , sus fuertes toces sangrientas , y de lo que aun la mantenía viva, la esperanza de su esposo, que según ella la seguía amando.
Una noche mientras remecíamos nuestros cuerpos en lujuria y respiración acelerada, la mujer de Santos apareció frente a nosotros sollozante y adormecida, solo alcanzó a pegar un grito para luego caer tendida de espanto en el suelo.
Lo miro a los ojos luego de enterrar a la muerta y le doy un ademán de adiós, tal vez nos volvamos a ver, tal vez no. Èl se va en silencio y yo contemplo con cierto recelo la tumba de la esposa de Santos.
Por: Pincela

Pastiches Borges y Yo.

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Resultados del ejercicio basado en el texto "Borges y Yo"


ELLA Y LA CONQUISTADORA

Están otra vez peleando.Las he visto crecer y siempre lo han hecho. Recuerdo esos agarres tontos por los juguetes; ella, siempre aburrida y deseosa de ver a sus muñecas colgadas en la pared, tal vez como reliquias, seguras y hermosas. No deseaba correr riesgos: una caída fatal, un daño irreparable o mucho menos algún contacto con la mugre.La conquistadora, por el contrario quería jugar con sus “niñas”, peinarlas, pintarlas y hasta dañarlas; se divertía cambiándolas de vestidos, rayándolas, despeinándolas y tirandolas cuando estaba aburrida de jugar.

Ella nunca estuvo de acuerdo con el comportamiento hiperactivo de su compañera; le escuché decirle que controlara sus impulsos, que dejara de ser tan necia y se comportara como una niña.

Hoy ya no pelean por muñecas sino por miradas de hombres, que son el deseo diario de la conquistadora.Sonríe e intenta mostrar su encanto, su postura de coqueta, en busca de un pasajero romance. Ella tal vez lo desea, pero sus inclinación a no romper las reglas , a ser la mujer recta y a comportarse como una dama, la cohíben de sacar a bailar a la mujer coqueta y extrovertida.

Cuando tienen que hablar en público , la conquistadora sale a flote; sin timidez y con mucha seguridad expresa lo que piensa, sin importarle los comentarios o errores que pueda cometer. Pero solo lo hace por unos instantes porque a medida que va hablando se le enreda la lengua y no puede expresarse como lo estaba haciendo.Es entonces cuando se da cuenta que su compañera poco a poco vuelve a tomar el control.

De algo estoy segura. Para ellas dos es muy difícil separarse porque han crecido juntas, porque se necesitan la una a la otra, porque comparten la misma existencia. Así, a pesar de sus enredos tontos y de las discusiones que tengan, la conquistadora lo único que quiere es alegrarle la vida a su compañera. Nunca las miraré distantes, porque aunque no parezca ellas juntas , hacen una misma vida .


Por: Griselda
Carta a una actriz escondida.


Vamos siempre juntas al abismo. Te despides de mí con un ritual un poco tonto, creyendo que me dejas atrás, pero te sigo; voy contigo sin hacer ruido. Solo escucho y veo en silencio cada uno de tus movimientos. Me siento en el fondo de las dos y te veo actuar. Veo lo que tú no puedes ver, las sonrisas, las miradas y las lágrimas de aquellos que paran su vida para verte. Inclinan sus cabezas en la oscuridad de la sala y en silencio, en el acto más sublime y hermoso que se pueda presenciar, te escuchan y se dejan llevar. Observo todo esto, que tú, pobre ciega, solo puedes sentir. Allí, en el abismo de la caja negra de madera, le entregas nuestro cuerpo a otro ser, y lo haces vivir. Por nosotras, por ti, por las dos, por todas esas que se encuentran suspendidas en el éter y que necesitan de un cuerpo que las cuente; por esto es que lo hacemos. En la enorme escena negra, donde el frío se confunde con los nervios, tú eres mi protectora, mi respaldo, quien toma mi corazón unos segundos antes del tercer timbre e impide que se escape por mi boca.

Pero aquí, en el mundo real, en el verdadero peligro, voy yo sola. Tú, te sientas en un rincón de las dos y ves mi función diaria. Comienzo a pensar que te quedas como un espía, copiando mis gestos, calcando mis emociones e interceptando mis recuerdos, mientras yo vivo mi vida extrañándote, esperando que algún día llegues y me ayudes a ser como tú.

Nunca estás sola y por eso eres tan fuerte. Cuando tratas de alejarte de mí en el teatro, lo haces porque hay alguien más que te acompaña. Una puta, una madre, una joven, una niña, una afgana, una mujer engañada, una drogada, un robot, una muñeca…otra, otra que no me pertenece aunque utilice mi carne, una mujer a la que quiero porque llora, sonríe y ama con mi cuerpo; otra que solo es tuya y que me roba tu atención.

Tengo una pregunta para ti, en este momento, tú que soy yo misma en algún lugar que desconozco, ¿Podré tomarte de la mano un día y llevarte delante de mí? Ganarías todas mis batallas, estoy segura ¡No te arrepentirías! ¿Podré mostrarte cómo soy yo, cómo es mi vida, cuáles son mis conflictos y mis sentimientos, mi pasado y hasta mi situación actancial?

Podrás tal vez, al conocerme y analizar mis acciones dramáticas, encontrar la mejor manera de por fin, interpretarme; de allí, hasta que se termine la función.
Por: Jeanne.

LA TREGUA

I
Ahí está. Sacándole filo a las palabras del baúl, sus armas favoritas. Qué escribirá hoy. ¿En qué pensará? Suda. Parece que se le derriten las sienes y sostiene su frente con la mano izquierda. Raro. Nunca hace eso. Estará aburrido. No. Cuando se aburre toca el piano y vuelve a su cuaderno. Es como si el piano le afinara las armas. Cuernos de bisonte. Nudillos de gigante. La mota de cabello se le humedece más y más. Pronto empezará a escurrirle agua entre las manos. No tengo ganas de sentarme a su lado. Me pega el calor. Mejor me quedo aquí, sintiendo como el vidrio de la ventana refresca cada vértebra de mi columna.

II
Qué tipo más obstinado, más aguafiestas. No ha querido escribir en todo el día; prefiere quedarse de brazos cruzados contra la ventana, y aunque sabe que el agua me gusta tanto como a él, no le voy a dar el gusto de verme beber del frasco cristalino que me dejó en el escritorio. Me mira, y me doy cuenta porque retengo su imagen en el rabillo de mi ojo, y así la desesperación se queda allí, en una orilla de mi rostro, con el aburrimiento, sin escaparse por mi cuerpo, sin contaminarme los huesos. No le voy a dar el gusto de verme tocar el piano; sus ojos pegan en las teclas y rebotan en mis sienes, como preguntando “¿estará aburrido?” Carajo, lo que faltaba, me puso falda y el lunar en los pómulos que tanto le gustan. Debe estar pensando en ella.

III
Ya sé. Está pensando en ella. Ella es más grande que sus armas. Sus labios, más gruesos que sus palabras. ¿Por qué se angustia tanto? Que consiga una tarjeta de Garfield o de Mickey Mouse. De esas tarjetas que, con su filosofía dulzona, pretenden descifrar los misterios del universo y de la humanidad. Que transcriba. O que se siente al piano. El sudor le serpentea hasta el codo del brazo izquierdo. No ha querido beber agua. Es ridículo. Quiere ir al lago todos los días. Para qué. Cuando se pone así es mejor que nos quedemos en casa. Y que él toque el piano. Que afile las palabras. Que pula las ideas. La otra vez fuimos y no quiso bañar. Se puso un sombrero negro que le oscurecía los ojos y se quedó de pié toda la tarde, mirando las montañas desde su tiniebla. Ha mojado el papel con el sudor de su codo. El rabillo de su ojo me vigila. No me hago a su lado porque a lo mejor me desnuda. O me besa los pómulos, soñando sus escenas con Nora. Mejor me siento en el soporte de la ventana, antes de que el río de sal en el que se está convirtiendo me deshaga los pies.

IV
Qué sed. Y este tipo está que salta por la ventana. Quiere ir solo al lago. Siempre es así. Siempre vamos juntos pero solo uno baña. Él prefiere aventar piedras a los panales de avispas o arrebatar a las hormigas las hojas que llevan a su colonia. Qué sed. Él se hidrata con los vientos que se atoran en la ventana. Está paralizado. El vidrio se le ha metido por las venas de la espalda. Estará pensando en una frase o en una caricatura para poner en la carta. Mejor. Así se decide a escribir y yo me convierto en otra cosa que no tenga que ver con él. Pero ya pasó una hora. Ya no creo que piense en una frase o en una caricatura. Los sesenta minutos se los ha pasado bostezando y abrigándose con la cruz de sus brazos. Es ridículo. Yo me fundo en el calor y este dichoso hace escudos contra el frío. Pero estoy cansado. Me pica el lunar que me puso debajo del ojo. Estoy aburrido. Siempre soy Nora, el sudoroso o el escritor agobiado. Voy a hacer lo único que él no puede. Deshago mi perfil y le doy la cara. Paso una bocanada de agua y lo miro con gravedad. Con tanta gravedad que el pobre, asustado, me convierte en un cíclope. No importa, estoy aburrido. Y él sabe que un cíclope aburrido pesa lo mismo que el tiempo. Eso que temen tanto los escritores. Creo que lo logré. Que se pudra con su carta. Yo doy tres pasos y me siento al piano.


V
Creo que está aburrido. No se le ocurre nada. A mí ya me está dando sueño. Y frio. Cuando a él se le seca el magín me pongo así. Ido. Debilucho. Cómo le ayudo. Cómo nos ayudamos. Medio saca la lengua para barrer el ardor que le cuartea los labios.. Podría pedirle que me enseñe a tocar el piano. Pero no es bueno hablarle cuando quiere elucubrar. Cualquier objeto que se le presenta termina siendo presa de sus alucinaciones. Hace una hora que está como a la expectativa. Creo que tiene que ver conmigo. No. Estoy cansado de que me salpique con sus bochinches literarios. De que me hable como si estuviera trabando con sus amantes o con sus detractores imaginarios. Es raro. Ya no suda. Se rasca debajo del ojo. Ha girado en el asiento y ahora me mira. Por fin se decide a tomar agua. Querrá ir al lago. Carajo. A qué hora se quedó tuerto. Se borró un ojo de tanto apoyar la cabeza en la mano. Me está entrando susto. Me clava su monomirada como acusándome de algo. Como lanzándome piedras porque está aburrido. Creo que me ha mandado al diablo. Mira su reloj. Son las cinco y media. Su cita con Nora es a las seis. Pobre. Ya no le queda tiempo de terminar la carta. Y me ha mandado al diablo porque no me quise acercar. Se ha sentado al piano. Habrá mandado a Nora también al diablo. Destapa el piano y comienza a teclear. Me gusta verlo tocar. Me gusta oír sus confesiones a través de la música. Ya sé. (Me siento en el escritorio). (Bebo un poco de agua). Voy a traducir lo que escribe en el piano. Así le echo una mano con la carta. Mientras él afila sus nudillos de gigante. Mientras pule sus cuernos de bisonte. Cuando termine quizás él pueda escribir algo mejor. Y podamos bañar juntos en el lago.

Por: Federico Bal.

DOBLE VÍA

El, con su caminata sin ritmo y más bien ridículo se mueve por los caminos que le depara la existencia. Detrás lo siguen decenas de estelas burlonas y murmullos incómodos. Solo lo percibo en la mirada ajena, aquellos que lo observan sienten miedo y a veces ríen. Cuanto más se cerca, mas se alejan, y él para calmar la situación descansa la mirada debajo de una leve vergüenza. Los sonidos que salen de su boca no los comprendo. Detrás de sus frases regaladas al viento estoy yo maldiciendo, enojado con aquel ente que dice cosas sin sentido; me dan deseos de dejarlo por ahí tirado, al no saber cómo es que quiero que se comporte y filosofe.
Bellas doncellas han atravesado su sombra presencial, y con infame descaro les ha dado un puntapié y las ha sacado de la oportunidad de alguno de mis goces sexuales. Ambos nos sentimos solos. A veces nos regalamos algún par de lágrimas y risas para que, lentamente, se apague el fuego de la soledad que nos consume.
En algunas ocasiones lo he sorprendido buscando su propio espacio. El vagamente quiere caer en una soledad egoísta, la busca el mismo, pero yo lo empujo para que se dé cuenta que hay almas que admiran su presencia, que lo acompañan en cada paso que da. Y si la tozudez lo llena, aunque sea a la fuerza se las hago recordar. En ocasiones ese empuje está de sobra, de noche lo oigo llorar de alegría; se alimenta de mi. Sin embargo me es difícil quitarle esa máscara que siempre lleva, antifaz que ha sido moldeado por las personas que lo observan y lo ven con injustos ojos. Es esa caretilla que lo hace parecer un ser arrogante y presumido, a pesar de no infundir digna imponencia, porque la verdad es que es muy chiquito.
Cuando vemos juntos la explosión del atardecer, se viene a mi cabeza la duda sobre si esa máscara que lo aflige soy yo. Tal vez yo sea una construcción de los que lo observan y le regalan las estelas burlonas. Mi metafísica se disuelve y se torna incomprensible. Cuando camino, las risas y los ojos temerosos llegan a mi pupila, me perturban, y si no es por mi dignidad, podría caer en una cascada de llanto. El miedo al sexo opuesto me ha dado incontables fracasos y no se a quien darle la culpa. Desde hace algunos años no he probado el jugo de unos labios ajenos.
A ratos pienso que le amargo la existencia. Ahora es él quien me consuela, quien me rescata de mis tormentas de ira y exaltación. Quien me regala algún dulce relleno de risas y lágrimas; es quien siente lástima por mí, cuando ciegamente creía que él era el perdido y yo un divino lazarillo. Desde entonces caminamos juntos.

Por: Lobo Solitario

Sobre "Talpa" de Juan Rulfo

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Rulfo me ha quemado los ojos con el tejido de su cuento. “Talpa”, el relato número 7 de este librito (el más curtido de lectura y de desconciertos en mi estante), de este Llano en llamas que le rinde tributo a las tristezas arenosas de los hombres y a las plegarias con las que el pueblo hiere a las montañas, es una tierra cercada por el miedo a la muerte, encostalada por el ansia y la fe: de los enfermos, de los pobres, de todos aquellos que llevan a cuestas las bombas de tiempo en donde se halla contenida la fatalidad. Y qué calor se siente cuando vamos por el camino real de Talpa, acompañando a ese triángulo de amor cenizo, casi echándonos al hombro a Tanilo Santos, al pobre Tanilo que nos pide con todo el clamor que cabe en su voz, que nos devolvamos a Zenzontla. Y miramos a Natalia, y ella mira a Rulfo y este dice que no, que ya casi llegamos.
Cuánto calor en la noche, sintiendo como Natalia es exprimida por los brazos de aquel hombre sigiloso y encendido de deseo. Talpa no es solo el pueblo a donde se llega, es también la hermana mayor de Zenzontla, el relleno de una herida que no puede sanar; una esfera de milagros que se le promete al lector, aunque ya en el segundo párrafo del cuento somos heridos por el final:
"Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró."

Me arden también los pies. Y toda esta romería que nos rodea. Devolvámonos. Pero no podemos hasta que estos dos hayan matado a Tanilo. La tragedia se respira a lo largo del cuento, a través del trayecto en el que agonizan las ansias de la salvación, de la muerte y del amor. Y en este triángulo de batalla gana la muerte, y de la muerte nace el desconcierto. La ausencia de Tanilo, ese vacío que tanto deseaban los amantes, se torna en un remordimiento irremediable. Rulfo nos narra el amor y la fe desde el desconsuelo. La esperanza de Tanilo o el fervor de su hermano son arropados desde el principio por la colcha grave de la muerte. La virgencita de yeso por la que esperamos los viajeros del cuento, es al final un paroxismo de dolor. Nos dan ganas de taparnos la cara. El esfuerzo de Tanilo y los demás creyentes por expiar los pecados y untar con la sangre la enfermedad el suelo de Talpa, es una imagen de desconcierto y angustia, como la última exhalación de vida que se produce en la voluntad de un condenado. Y esa tristeza consistente y regular que sentimos al lado de Rulfo cuando este ve a Tanilo Morir de rodillas ante la majestad de los ruidos y el fervor de los cantos:
"Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza."

Hay que leer Talpa, y completar con los ojos el atrio de historias y tragedias que es El llano en llamas. Hay que terminar de descurtir el libro, en el que me espera también Pedro Páramo y las rutas de desazón que conforman el esqueleto de Comala. No evite el libro si se le cruza en algún laberinto de la biblioteca o si lo ve aplastado entre otros libros en los maderos de alguna librería callejera. No lo evite porque a usted también le tocan las sorpresas desconcertantes de la vida.

Por: Federico Bal

The Truck

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-O.k. man, the truck is ready. Ten cuidado con el hada de los abismos; dicen que es fatal, asesina a los conductores que se duermen en el camino.
-No me vengas ahora con esa mierda. Ya sabes que soy un marinero de tierra y mis ojos son un tizón inapagable. Nunca me duermo en carretera. Bye.

Marlon Crowe es motorista y casi toda su vida la ha atravesado por las montañas rocosas de Columbia y Montana. Conduce un camión Ponsa a las dos de la madrugada; no pestañea, hunde la noche a través del parabrisas, sus venas obedecen al pulso del timón, el timón esquiva las injurias de las piedras. Pero siente que un rumor adormece poco a poco las luces del vehículo, algo como un ronco silbido de insectos. Las farolas delanteras no responden y Marlon detiene el camión, dejándolo encendido a una orilla de la carretera.

Marlon Crowe es negro, más negro aún cuando se apea de su bestia motorizada y carga con los lirios de la noche en sus hombros. Las farolas han sido ahogadas por una masa alada de insectos, ¿abejas?, ¿zancudos de río? Los animales son gruesos y al aletear esparcen un polvillo rosado que irrita los ojos de Marlon. Aquel polen es agridulce como la piña del trópico y cuando toca los ojos del hombre le sella los párpados y destruye su olfato. El motorista entra en pánico, el capitán de un Ponsa no puede ser ciego; “es como perder un round con la muerte en plena carretera”, le gusta decir cuando bebe cerveza en los markets de las gasolineras. Oye una vos. Ese manantial sonoro solo puede correr por la tráquea de una mujer. “Soy un hada”, alcanza a escuchar. What the fuck… No pudo pensar el resto porque la mujer le acarició el oído con un soplo de sílabas heladas: “¿quie-res-ha-cer-mel-a-mor-so-brel-cha- sis?” Por supuesto… pero Marlon no cree semejante tontería, así que sin luces intenta anclar un puñetazo en el rostro de la mujer. Ella le detiene esa mano maciza con algo tibio, como un paño de agua hervida. Yo tampoco veo nada, así que no puedo decir cómo es ella, pero estoy seguro que es un hada. Marlon Crowe intenta correr pero sin saber cómo, aquella mujer le impronta un cálido y jugoso beso en la boca. “¿Te gusta hacerlo a ciegas, no?”, le susurra la acosadora mágica mientras le deshilacha la bragueta. El negro de fuerzas húmedas y cuadradas, ya erecto, le atenaza la cabeza con sus manos de oso boreal pero siente un líquido incandescente que le enjuaga el vientre y lo excita. Marlon entiende que no hay escape y se entrega. Lamidos van, lamidos vienen; él embiste con su saliva, ella contraataca con su ardiente polen; se muerden los cuellos, se destruyen las alas, las abejas zumban, los zancudos estallan. Las cenizas encendidas de los insectos convierten el camión en una llamarada pero los cuerpos están en el fragor del embeleso. La noche es un caldero de sudores y el negro perfora con la potencia de su pica las doradas carnes del hada mortal. El fuego se escurre hasta el tanque de gasolina y un segundo antes del estallido, Marlon Crowe despierta para ver el inmenso cerro de su entrepierna quemado por un cigarrillo. Iba a gritar pero las llamas ahogaban todo el ámbito, convirtiendo el camión en un meteoro de chatarra que se sumergía en los voraces abismos de las montañas rocosas.

Resultado del taller Solo vine a hablar por teléfono.

Por: Federico Bal.

Ejercicio basado en el taller de "Solo vine a hablar por teléfono" G.G.M.

Ojos de Atardecer

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Vi mi rostro en el reflejo de la máquina que marcaba mi ritmo cardiaco. Entre los enfermeros conocí una cara. Era la del asustado policía que yo veía en mi retrovisor hacia ya unas pocas horas o minutos, no sé cuanto duró el viaje, de lo único que estoy seguro es que estoy medio muerto. Mis piernas se fueron, creo que aterradas de verme tan desbaratado. Ya las extraño.
La llave de aquel automóvil de donde salí, la tengo incrustada en el centro de mi mano izquierda, nadie la ha sacado, está allí como queriendo abrir algo. Veo que mi sangre baila en el suelo de la ambulancia, danza de un lado a otro, nadie hace nada para que deje de ensuciar el suelo del vehículo.
Tendría que recordar lo que pasó al llegar a donde nos dirigíamos. Este camino en ambulancia se me hace eterno. En mi desconcierto no me queda nada más que cerrar los ojos y esperar a que la muerte me cuente todo; pero me doy cuenta que está llegando tarde, porque siento que lentamente todo viene desde mis recuerdos hasta mi actual cabeza rota. Se iluminan los sucesos en mis ojos con un fogonazo de luz amarilla.
Estaba en el hotel “La Independencia”, exactamente en uno de sus parqueaderos iluminados fluorescentemente. Me subí a esa masa de metal brillante por invitación de Ángela, la mestiza de ojos de atardecer. Quiso dar una vuelta a las oscuridades de estas vías colombianas. Ella con un coqueteo momentáneo pidió que yo condujera el reluciente Fiat regalado por uno de sus antiguos novios. Me dio las llaves, abrí la puerta, me senté y lo prendí. Creo que el ruido del motor me dijo algo, porque quedé pensativo por un rato, algo que aun no recuerdo. Ángela entró y me sacudió el momento filosófico. Como quejándose de mi me sacó del auto con íntima violencia. Ahora ella iba a conducir. Automáticamente me di la vuelta y abrí la puerta del pasajero. Sin decirnos nada entramos en el auto. El pequeño Fiat comenzó a dar sus pasos.
No sé a dónde fuimos y si es que en algún momento llegamos. No lo puedo recordar, y menos con cierto olor perturbador que creo que sale de cuatro bolsas que están a mi lado. Creo que eran cuatro. Cuatro son las razones por las que empiezo a recordar algo. Como un escondido trauma el ritmo de las llantas de la ambulancia despierta en mí el leve pasado que tenía en la cabeza cuando estaba en el Fiat. Ahora me acuerdo de lo que pasó después de haberle hecho el amor a Ángela en el cuarto ciento tres del olvidado hotel y encaminarnos luego en ese automóvil para recuperar el aire que habíamos gastado.
La velocidad del vehículo iba aumentando cada vez que tomábamos alguna de las tantas curvas que había antes de llegar a ningún lugar. Noté en los ojos de Ángela un brillo de excitación. Creo que aun la perturbaba el orgasmo. Encendió la radio y estaba tartamuda. La apagó. El camino se acompañó de un silencio intimidatorio.
Al contar el séptimo camión que habíamos pasado, observé que detrás de nosotros la vía se iba pintando de inestables colores rojo y azul. Ángela no se preocupó, tenía una mueca como de estar llegando tarde a algo. Las lucecitas se acercaban cada vez más, y las muecas seguían.
Una camioneta de la policía nos estaba siguiendo. Le di a mi cabeza media vuelta y con desespero interrogué ocularmente a mi compañera. Ángela quitó los ojos de la pista, se acercó a mí y creo que susurró:-¿A dónde vamos? Tú no lo sabes…-. Sentí sus labios tocar los míos y un perturbador choque de nuestros dientes. Algo estaba mal. Al terminar, saqué los brazos y la cabeza del auto y empecé a hacerle señas jeroglíficas a la camioneta. Tal vez había empeorado las cosas.
Ángela dio un grito de mil liras entre felicidad demencial e ira incontenible, todavía lo recuerdo cuando siento que la ambulancia lentamente se va deteniendo y mis párpados van cayendo con disimulo.
Íbamos a ciento sesenta de algo, pues creo que el auto era importado. En un pétalo de instante escuché el llanto de las ruedas tratando de detenerse en el asfalto. El carro siguió, el camino pasó de concreto a maleza medio cortada. El Fiat golpeó un tronco ancho medio mutilado de altura que ignoro. La máquina nos sacó por el parabrisas en una lluvia de diamantes falsos, dio vueltas en el aire y nos calló encima.
“Saquemos las cuatro bolsas, sí, sí, esas. Era la compañera…si, venía con él. De una pa’ medicina legal”. Dice uno de los enfermeros que me acompañan, ahora que tengo mucho sueño y un dolor incontrolable.
No sé a dónde íbamos y si es que de alguna manera llegamos. Estoy seguro que el maldito orgasmo de Ángela es el que me está matando. Siempre supe desde el día en que la vi, que le iba a hacer el amor como nunca, pero jamás pensé que iba a ser así mi primera, única y última vez.

Por: Lobo Solitario

¡Así son las mujeres!

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Cuando vi mi reloj, supe que nada volvería a ser igual. Un frío de espanto comenzó a rozarme el alma y lentamente fui retrocediendo. Las gotas de sangre habían alcanzado mi brazo derecho, empapando mi reloj de un líquido viscoso y oscuro, que más que sangre, parecía residuo de materia fecal. Todos a mi alrededor debían haber visto mi brazo y sin embargo, nadie hizo ningún comentario.
Todo salió como planeado por un experto, aunque nada de lo que ocurrió estuvo en mi cabeza cuando, en la mañana del martes, llegamos a la finca. Nadie escuchó quejidos, voces, ni siquiera pudieron escuchar los gritos de dolor que Ricardo dejó salir de sus entrañas como por media hora. Nada.
Paulina siempre hermosa como cuando éramos niñas, me visitó el domingo en la noche, me dijo que para ella era muy importante tenerme consigo el día de su fiesta de compromiso. Ricardo y ella se conocieron en una parranda en la que Paulina, queriendo animar la noche y levantar la moral de ciertos pantalones, se había desnudado frente a algunos de los invitados, teniendo como primer espectador de su show delicioso, al santo de Ricardo. Yo no era muy amiga de ese bobo, pero él tenía algo, todavía no logro entender donde, que hacía caer como globos al sol, a la mayoría de mujeres que lo veían. A mí me gustaba Paulina, así que no tuve problema en pasarme la noche hablándole a Ricardo, de la belleza de sus senos, de la delicia de sus labios, de lo firme de sus muslos quemados como en una fantasía, de lo hermoso que lucía su bikini al nivel de la ingle… Fui tan específica y convincente, que media hora después los encontré en el baño de mi habitación quitándose la respiración. Extrañamente no me dolió. Imaginaba que algo así ocurriría, aunque no pensaba que sería con un hombre y mucho menos con el más insulso de todos; menos podía yo haber soñado que mi bella Paulina, llegaría a querer casarse con él.
¡Así son las mujeres! Pensé con furia mientras Paulina seguía convenciéndome de ir a la finca de Ricardo. Al final accedí, como siempre, a los caprichos de esa que seguía a pesar de tantos años, quitándome el líquido del cuerpo. Ella se quedó unas horas más conmigo. No nos gustaba quitarnos tan rápido después de mordernos el cuerpo. “Necesito reponerme, Lali”, solía decirme los miércoles cuando después de aplastarnos la carne por todos los rincones de mi apartamento, nos acariciábamos los labios en cualquier lugar donde nos dejara el tornado y comenzábamos a hablar; de todo, de la vida y realmente de nada, eran pretextos para no olvidarnos tan rápido, para querernos en silencio.
Di varios pasos hacia atrás tratando con mi mano izquierda, de quitar la mancha marrón encima de los números de mi reloj digital. No salía. Esa cobertura sangrienta se estaba apoderando de mi brazo. Sentí miedo; el mismo que siento ahora que veo que la sangre de Ricardo se ha apoderado de toda mi vida. Casi controlando la situación y conservando la serenidad en mi rostro, le di una sonrisa al policía de turno e intenté sacudir mi cabello como podría haberlo hecho Paulina. No tenía en ese momento un cuerpo muy seductor, así que creo que lo único que le causé al pobre muchacho que moría de frío entre el pastizal, fueron unas ganas terribles de quitar la mirada. Y funcionó. Cuando el tipo se volteó para intentar no volver a verme, yo me di rápidamente la vuelta y corrí a esconderme detrás de un gran árbol que estaba a unos metros, allí, agachada, esperé a que se hiciera de día.
Yo no maté a Ricardo Salcedo, él murió solo. Un tiempo mientras estuve recluida, comencé a tratar de recordar qué había pasado, para ver si en efecto yo había hecho lo que paulina aseguraba con tanto ahínco. Los primeros meses, estaba como medio aletargada, me sentía en otro planeta todo el tiempo y el encierro no me pegaba tan duro. Pero después del primer año, ya quería matar a todas las viejas asquerosas que se aprovechaban de mi juventud en las duchas y que tenían celda cerca de mi patio. Era insoportable ver que se me pasaba el tiempo y no lograba recordar nada diferente de lo que sabía que había pasado. Paulina y el llanto de Ricardo, eran los únicos recuerdos nítidos que yo llevaba atrapados en las pestañas, todo eso era verdad; como ahora…
Llegamos a la finca el martes en la mañana y Doña Josefa, la mamá de Ricardo, que también iba en la caravana, fue la primera en hacerse sentir como la dueña de la casa. Paulina me habló mal de su futura suegra toda la semana, en todo momento, a toda hora, y aun cuando nos citábamos fuera de la finca para embarrarnos de placer, entre beso y beso, no perdía la ocasión para quejarse de la vieja que no tenía un hijo sino un bebe, de esa que la humillaba cuando tenía oportunidad, de la mal nacida que había parido al estúpido insuficiente más patético del planeta, a ese que cuando le hacía el amor, le tapaba la boca para que su mamacita no escuchara, ese estúpido que juraba ser virgen… ese imbécil con el que ella había aceptado casarse. Yo me aguantaba sus quejas, sus odios, sus reclamos, todos los días, hasta ese día en que encontré en el suelo de la cocina a Ricardo explotándose por dentro, botando la sangre de su cuerpo por la boca y nadando en un espeso y opaco charco de vómito. Esa imagen del hombre de mi mujer muriéndose a pedacitos frente a mí, ha sido imborrable y es el recuerdo que más me persigue.
Cómo podría haberlo matado yo, si horas antes había estado en el último rincón de la casa, donde estaba la habitación que me asignaron, más dormida que en cualquier otro momento de mi vida. Me la había pasado tomando desde el martes en la mañana que tuve la primera botella de licor en mis manos, y ya a esas alturas, tanto licor había hecho su efecto: vomité un rato, lloré otro tanto por el terrible dolor de cabeza que me arrancaba los sesos y por último, entré en un sueño tan hondo, que me duró mucho más de medio día. Cuando abrí los ojos, no se escuchaba ruido, ni música, ni gente, nada, solo las luciérnagas, ranas y grillos, estaban haciendo su fiesta en el monte. Yo descendí las escaleras buscando a los demás, recorrí varios lugares de la casa y no vi a nadie. Supuse que habían ido al pueblo por más aguardiente y por los cigarrillos que yo había encargado la noche anterior. Caminé hacia la cocina por un poco de agua para tragarme la amargura de mi lengua dormida. Ya más confortada por las conjeturas que había realizado, empecé a encender las luces por donde pasaba intentando controlar el pánico que me produce la oscuridad. Al llegar a las escaleras que conducían a la cocina, escuché algunos sonidos extraños. Me acerqué lentamente a la puerta sin imaginar en ningún momento, que se trataba de Ricardo.
Cuando por fin pude moverme y destruir la parálisis que me causó la escena, traté de mover el cuerpo, cada vez más oscuro, de Ricardo. Se había puesto morado, como si se hubiera ido a embarrar con Paulina a las afueras de la finca, y todo él se encontraba envuelto en un hedor a intestino podrido, que no pude quitar de mis manos sino después de 3 días; tiempo que duró mi huída.
Lo cargué con las pocas fuerzas que tenía en mis brazos y logré sacarlo de la cocina. Cuando lo solté en el suelo, agitada por el esfuerzo, descubrí que estaba más muerto de lo que yo hubiese querido. Nunca había estado tan cerca de un muerto. Me aterré, me vi las manos llenas del líquido aceitoso que le salía al muerto por el ombligo y corrí a limpiarme, a vomitar de nuevo y a llorar. Mis manos temblaban ante la idea de que todos volvieran y me encontraran allí con Ricardo; ¿cómo podría esperarlos? ¿Sería prudente esperarlos al lado del muerto? O ¿metida en la piscina? o ¿viendo un poco de televisión para distraerme?… ¡Qué hacer! El tiempo pasaba, la piel se me iba llenando de miedo y cuando quedó repleta, decidí recoger mis cosas y escapar. Salí desesperada como si tuviera el fantasma del muerto Ricardo persiguiéndome y me fui por la vía contraria a la del pueblo. No quería ir saliendo y encontrarme directamente con los ojos de Paulina, que descubrirían enseguida todo lo ocurrido, o lo que era peor, con la doña Josefina, que se volvería loca de llanto, al ver a su hijo repartido por el suelo, ahogado en vómito y sangre, devolviendo sus tripas por la boca y con lágrimas todavía en los ojos por el sufrimiento de la muerte más horrible de todas las muertes.
Morado, con sus intestinos abriéndole hasta reventar la boca, con los ojos más abiertos que nunca y unas lágrimas que seguían corriendo a pesar de la muerte; así es que recuerdo a Ricardo.
Corrí un tiempo, otro tanto caminé recobrando mi aliento y otro poco le robé bocanadas al viento, para poder seguir avanzando con mi angustia. El olor a podrido me gangrenaba las manos y yo seguía llorando, como el muerto en la distancia. Cuando volví a hablar con Paulina, me contó que el cuerpo de Ricardo había seguido llorando hasta el momento en el que lo llevaron a la tumba; le tomaron fotos para llevárselas al papa, pensando que este sería el caso de un enviado de Dios que había muerto infamemente en la tierra, a manos de una lesbiana celosa y diabólica. Aunque el doctor le explicó a Paulina, el por qué científico de un fenómeno de este tipo en un cuerpo inerte, ella no lo entendió o no lo quiso aceptar, así que decidió pensar que había estado a punto de casarse con un santo y se dedicó a sufrir su pérdida.
Después de la larga caminata, llegué a un camino que se encontraba iluminado y por donde ya comenzaba a encontrar más gente, unos a caballo, otros en bicicletas y unos cuantos como yo, a pie; intenté no ver a nadie, caminando con la mirada al suelo. Poco a poco y sin darme cuenta, fui a parar frente a una estación de policía en la que lo único que vi al levantar la mirada, fue un pobre policía vigilando la noche.
Huí tres días, tratando de encontrar nuevos caminos que condujeran a alguna parte, que me sacaran del laberinto en el que se había convertido ese pueblo. Dormía pagando cualquier rincón en las chocitas de los habitantes de los caminos. Al tercer día, bien en la mañana, llegaron varios policías y me capturaron. De tanto huir, comencé a sentirme culpable de la muerte de Ricardo, por eso pudieron apresarme y condenarme tan fácilmente. Paulina había dado unas declaraciones en las que afirmaba yo lo había envenenado para asegurar que ella jamás se casaría, porque dijo, yo estaba enamorada de ella. Eso fue lo que más me dolió. “Ella se enamoró de mí y no lo pude evitar” dijo varias veces.
En medio de todo el proceso para esclarecer el crimen, proceso que duró más de dos años por culpa de las aseveraciones de Paulina (cuenta que no termino de cobrarle), me enteré de que doña Josefina se volvió loca al mismo instante de ver a su hijo botando las entrañas por la boca y hasta había intentado matarse cuatro veces de diferentes maneras, por lo que la familia decidió internarla en un asilo psiquiátrico. Fue desde allí, que doña Josefina confesó haber sido ella quien envenenó a su hijo para que no pudiera casarse con la mujer que según ella, terminaría por matarlo en vida; ella nunca imaginó que moriría así, por eso fue que escogió hacerle su cena preferida, echarle unas cuantas gotas de un veneno casero que le habían dicho era el más suave, prepararle la tina, arreglarle la cama y mandarlo a morir como el ángel que ella sabía que era. Pensó que él moriría como en un sueño, que no sentiría dolor, que no se daría cuenta de nada. Lo que no sabía ella, era que ese veneno primero, le desgarraría la laringe hasta dejarlo seco y el dolor de la garganta quemada por los ácidos de su sistema digestivo descompuesto, lo harían salir de la cama y correr a la cocina por un poco de agua fresca, que lo único que lograría sería incrementar el ardor y hacerlo llorar hasta que su sangre se saliera por cualquier hueco y hasta que su vida se le escapara por la boca.
Recobré mi libertad, después de dos años y medio. Estaba libre para pasearme, salir, dormir, pero no estaba en paz. Recordaba día a día la imagen de Ricardo en la cocina, sentía en mi brazo oscurecido por la sangre de esa noche perversa, todo el dolor del muerto y me sentía unida a él hasta la muerte; porque fui yo quien lo vio sufrir, fui yo quien estuvo a su lado al morir: yo fui la primera en llorarlo y la última en sentirlo.
Ahora, aunque no quiero recordar, paulina me obliga a hacerlo todo el tiempo. Está conmigo, sí, como siempre, como alguna vez dijo que sería, como juró que sería su vida desde que me conoció. No podía estar sin mí, ella se iba pero así fuera tarde, siempre volvía a mis brazos. En este caso de Ricardo no podía ser diferente, no tenía por qué serlo. Eso era lo que yo pensaba. Me dije también que algo de bueno traería la muerte de Ricardo a todo esto, pero no fue así. Paulina se dedicó a lustrar su recuerdo, a divinizar su partida, a hacer del pobre Ricardo, muerto a manos de su progenitora, el símbolo de su felicidad, de su amor y de su desdicha. Sí, paulina duerme junto a mi, está a mi lado, me hace el amor… lo hace conmigo, pero en su mente, en su mundo, está con él. Llora, ríe, a veces ve la realidad pero inmediatamente se la oculto. Ahora soy Ricardo. La que murió, para Paulina fue Lali. La muerta ahora soy yo. Vivo como un Ricardo pero yo, en el fondo, tengo al muerto enterrado en mis entrañas, en mis manos y en todos los espacios de mis sentidos.

Por: Jeanne

Resultado del Taller sobre "Talpa" del escritor Juan Rulfo.

Pastiche sobre "Talpa"

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De nuevo un ejercicio hecho partiendo de un cuento maravilloso, parido por el escritor mexicano Juan Rulfo y que se puede encontrar en el libro El llano en llamas. Por su extensión este cuento quedará solito, alojado en esta sección de nuestra revista, con el objetivo de facilitarles la busqueda del texto en caso de que deseen realizar también este taller. Tranquilos, solo hay que dar "click" aquí para ver los textos realizados por los escritores de La cueva y el tintero.



Talpa


Natalia se metió entre los brazos de su madre y lloró largamente allí con un llanto quedito. Era un llanto aguantado por muchos días, guardado hasta ahora que regresamos a Zenzontla y vio a su madre y comenzó a sentirse con ganas de consuelo.

Sin embargo, antes, entre los trabajos de tantos días difíciles, cuando tuvimos que enterrar a Tanilo en un pozo de la tierra de Talpa, sin que nadie nos ayudara, cuando ella y yo, los dos solos, juntamos nuestras fuerzas y nos pusimos a escarbar la sepultura desenterrando los terrones con nuestras manos -dándonos prisa para esconder pronto a Tanilo dentro del pozo y que no siguiera espantando ya a nadie con el olor de su aire lleno de muerte-, entonces no lloró.

Ni después, al regreso, cuando nos vinimos caminando de noche sin conocer el sosiego, andando a tientas como dormidos y pisando con pasos que parecían golpes sobre la sepultura de Tanilo. En ese entonces, Natalia parecía estar endurecida y traer el corazón apretado para no sentirlo bullir dentro de ella. Pero de sus ojos no salió ninguna lágrima.

Vino a llorar hasta aquí, arrimada a su madre; sólo para acongojarla y que supiera que sufría, acongojándonos de paso a todos, porque yo también sentí ese llanto de ella dentro de mí como si estuviera exprimiendo el trapo de nuestros pecados.

Porque la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió. Sabíamos que no aguantaría tanto camino; pero, así y todo, lo llevamos empujándolo entre los dos, pensando acabar con él para siempre. Eso hicimos.
La idea de ir a Talpa salió de mi hermano Tanilo. A él se le ocurrió primero que a nadie. Desde hacía años que estaba pidiendo que lo llevaran. Desde hacía años. Desde aquel día en que amaneció con unas ampollas moradas repartidas en los brazos y las piernas. Cuando después las ampollas se le convirtieron en llagas por donde no salía nada de sangre y sí una cosa amarilla como goma de copal que destilaba agua espesa. Desde entonces me acuerdo muy bien que nos dijo cuánto miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen de Talpa; para que Ella con su mirada le curara sus llagas. Aunque sabía que Talpa estaba lejos y que tendríamos que caminar mucho debajo del sol de los días y del frío de las noches de marzo, así y todo quería ir. La Virgencita le daría el remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta como un campo recién llovido. Ya allí, frente a Ella, se acabarían sus males; nada le dolería ni le volvería a doler más. Eso pensaba él.

Y de eso nos agarramos Natalia y yo para llevarlo. Yo tenía que acompañar a Tanilo porque era mi hermano. Natalia tendría que ir también, de todos modos, porque era su mujer. Tenía que ayudarlo llevándolo del brazo, sopesándolo a la ida y tal vez a la vuelta sobre sus hombros, mientras él arrastrara su esperanza.

Yo ya sabía desde antes lo que había dentro de Natalia. Conocía algo de ella. Sabía, por ejemplo, que sus piernas redondas, duras y calientes como piedras al sol del mediodía, estaban solas desde hacía tiempo. Ya conocía yo eso. Habíamos estado juntos muchas veces; pero siempre la sombra de Tanilo nos separaba: sentíamos que sus manos ampolladas se metían entre nosotros y se llevaban a Natalia para que lo siguiera cuidando. Y así sería siempre mientras él estuviera vivo.
Yo sé ahora que Natalia está arrepentida de lo que pasó. Y yo también lo estoy; pero eso no nos salvará del remordimiento ni nos dará ninguna paz ya nunca. No podrá tranquilizarnos saber que Tanilo se hubiera muerto de todos modos porque ya le tocaba, y que de nada había servido ir a Talpa, tan allá, tan lejos; pues casi es seguro de que se hubiera muerto igual allá que aquí, o quizás tantito después aquí que allá, porque todo lo que se mortificó por el camino, y la sangre que perdió de más, y el coraje y todo, todas esas cosas juntas fueron las que lo mataron más pronto. Lo malo está en que Natalia y yo lo llevamos a empujones, cuando él ya no quería seguir, cuando sintió que era inútil seguir y nos pidió que lo regresáramos. A estirones lo levantábamos del suelo para que siguiera caminando, diciéndole que ya no podíamos volver atrás. "Está ya más cerca Talpa que Zenzontla." Eso le decíamos. Pero entonces Talpa estaba todavía lejos; más allá de muchos días.

Lo que queríamos era que se muriera. No está por demás decir que eso era lo que queríamos desde antes de salir de Zenzontla y en cada una de las noches que pasamos en el camino de Talpa. Es algo que no podemos entender ahora; pero entonces era lo que queríamos me acuerdo muy bien.

Me acuerdo de esas noches. Primero nos alumbrábamos con ocotes. Después dejábamos que la ceniza oscureciera la lumbrada y luego buscábamos Natalia y yo la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche. Y la soledad aquella nos empujaba uno al otro. A mí me ponía entre los brazos el cuerpo de Natalia y a ella eso le servía de remedio. Sentía como si descansara; se olvidaba de muchas cosas y luego se quedaba adormecida y con el cuerpo sumido en un gran alivio.

Siempre sucedía que la tierra sobre la que dormíamos estaba caliente. Y la carne de Natalia, la esposa de mi hermano Tanilo, se calentaba en seguida con el calor de la tierra. Luego aquellos dos calores juntos quemaban y lo hacían a uno despertar de su sueño. Entonces mis manos iban detrás de ella; iban y venían por encima de ese como rescoldo que era ella; primero suavemente, pero después la apretaban como si quisieran exprimirle la sangre. Así una y otra vez, noche tras noche, hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre de nuestros cuerpos. Eso hacíamos Natalia y yo a un lado del camino de Talpa, cuando llevamos a Tanilo para que la Virgen lo aliviara.

Ahora todo ha pasado. Tanilo se alivió hasta de vivir. Ya no podrá decir nada del trabajo tan grande que le costaba vivir, teniendo aquel cuerpo como emponzoñado, lleno por dentro de agua podrida que le salía por cada rajadura de sus piernas o de sus brazos. Unas llagas así de grandes, que se abrían despacito, muy despacito, para luego dejar salir a borbotones un aire como de cosa echada a perder que a todos nos tenía asustados.

Pero ahora que está muerto la cosa se ve de otro modo. Ahora Natalia llora por él, tal vez para que él vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma. Ella dice que ha sentido la cara de Tanilo estos últimos días. Era lo único que servía de él para ella; la cara de Tanilo, humedecida siempre por el sudor en que lo dejaba el esfuerzo para aguantar sus dolores. La sintió acercándose hasta su boca, escondiéndose entre sus cabellos, pidiéndole, con una voz apenitas, que lo ayudara. Dice que le dijo que ya se había curado por fin; que ya no le molestaba ningún dolor. Ya puedo estar contigo, Natalia. Ayúdame a estar contigo", dizque eso le dijo.

Acabábamos de salir de Talpa, de dejarlo allí enterrado bien hondo en aquel como surco profundo que hicimos para sepultarlo.

Y Natalia se olvidó de mí desde entonces. Yo sé cómo le brillaban antes los ojos como si fueran charcos alumbrados por la luna. Pero de pronto se destiñeron, se le borró la mirada como si la hubiera revolcado en la tierra. Y pareció no ver ya nada. Todo lo que existía para ella era el Tanilo de ella, que ella había cuidado mientras estuvo vivo y lo había enterrado cuando tuvo que morirse.

Tardamos veinte días en encontrar el camino real de Talpa. Hasta entonces habíamos venido los tres solos. Desde allí comenzamos a juntarnos con gente que salía de todas partes; que había desembocado como nosotros en aquel camino ancho parecido a la corriente de un río, que nos hacía andar a rastras, empujados por todos lados como si nos llevaran amarrados con hebras de polvo. Porque de la tierra se levantaba, con el bullir de la gente, un polvo blanco como tamo de maíz que subía muy alto y volvía a caer; pero los pies al caminar lo devolvían y lo hacían subir de nuevo; así a todas horas estaba aquel polvo por encima y debajo de nosotros. Y arriba de esta tierra estaba el cielo vacío, sin nubes, sólo el polvo; pero el polvo no da ninguna sombra.
Teníamos que esperar a la noche para descansar del sol y de aquella luz blanca del camino.
Luego los días fueron haciéndose más largos. Habíamos salido de Zenzontla a mediados de febrero, y ahora que comenzaba marzo amanecía muy pronto. Apenas si cerrábamos los ojos al oscurecer, cuando nos volvía a despertar el sol el mismo sol que parecía acabarse de poner hacía un rato.

Nunca había sentido que fuera más lenta y violenta la vida como caminar entre un amontonadero de gente; igual que si fuéramos un hervidero de gusanos apelotonados bajo el sol, retorciéndonos entre la cerrazón del polvo que nos encerraba a todos en la misma vereda y nos llevaba como acorralados. Los ojos seguían la polvarera; daban en el polvo como si tropezaran contra algo que no se podía traspasar. Y el cielo siempre gris, como una mancha gris y pesada que nos aplastaba a todos desde arriba. Sólo a veces, cuando cruzábamos algún río, el polvo era más alto y más claro. Zambullíamos la cabeza acalenturada y renegrida en el agua verde, y por un momento de todos nosotros salía un humo azul, parecido al vapor que sale de la boca con el frío. Pero poquito después desaparecíamos otra vez entreverados en el polvo, cobijándonos unos a otros del sol de aquel calor del sol repartido entre todos.

Algún día llegará la noche. En eso pensábamos. Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos. Después. Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos. De eso se trata. Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos.

En eso pensábamos Natalia y yo y quizá también Tanilo, cuando íbamos por el camino real de Talpa, entre la procesión; queriendo llegar los primeros hasta la Virgen, antes que se le acabaran los milagros.

Pero Tanilo comenzó a ponerse más malo. Llegó un rato en que ya no quería seguir. La carne de sus pies se había reventado y por la reventazón aquella empezó a salírsele la sangre. Lo cuidamos hasta que se puso bueno. Pero, así y todo, ya no quería seguir:
"Me quedaré aquí sentado un día o dos y luego me volveré a Zenzontla." Eso nos dijo.
Pero Natalia y yo no quisimos. Había algo dentro de nosotros que no nos dejaba sentir ninguna lástima por ningún Tanilo. Queríamos llegar con él a Talpa, porque a esas alturas, así como estaba, todavía le sobraba vida. Por eso mientras Natalia le enjuagaba los pies con aguardiente para que se le deshincharan, le daba ánimos. Le decía que sólo la Virgen de Talpa lo curaría. Ella era la única que podía hacer que él se aliviara para siempre. Ella nada más. Había otras muchas Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía Natalia.

Y entonces Tanilo se ponía a llorar con lágrimas que hacían surco entre el sudor de su cara y después se maldecía por haber sido malo. Natalia le limpiaba los chorretes de lágrimas con su rebozo, y entre ella y yo lo levantábamos del suelo para que caminara otro rato más, antes que llegara la noche.

Así, a tirones, fue como llegamos con él a Talpa.

Ya en los últimos días también nosotros nos sentíamos cansados. Natalia y yo sentíamos que se nos iba doblando el cuerpo entre más y más. Era como si algo nos detuviera y cargara un pesado bulto sobre nosotros. Tanilo se nos caía más seguido y teníamos que levantarlo y a veces llevarlo sobre los hombros. Tal vez de eso estábamos como estábamos: con el cuerpo flojo y lleno de flojera para caminar. Pero la gente que iba allí junto a nosotros nos hacía andar más aprisa.
Por las noches, aquel mundo desbocado se calmaba. Desperdigadas por todas partes brillaban las fogatas y en derredor de la lumbre la gente de la peregrinación rezaba el rosario, con los brazos en cruz, mirando hacia el cielo de Talpa. Y se oía cómo el viento llevaba y traía aquel rumor, revolviéndolo, hasta hacer de él un solo mugido. Poco después todo se quedaba quieto. A eso de la medianoche podía oírse que alguien cantaba muy lejos de nosotros. Luego se cerraban los ojos y se esperaba sin dormir a que amaneciera.

Entramos a Talpa cantando el Alabado.

Habíamos salido a mediados de febrero y llegamos a Talpa en los últimos días de marzo, cuando ya mucha gente venía de regreso. Todo se debió a que Tanilo se puso a hacer penitencia. En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro con las mangas de su camisa para que sus pasos se hicieran más desesperados. Después quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, y más tarde, en los últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa aquella cosa que era mi hermano Tanilo Santos; aquella cosa tan llena de cataplasmas y de hilos oscuros de sangre que dejaba en el aire, al pasar, un olor agrio como de animal muerto.

Y cuando menos acordamos lo vimos metido entre las danzas. Apenas si nos dimos cuenta y ya estaba allí, con la larga sonaja en la mano, dando duros golpes en el suelo con sus pies amoratados y descalzos. Parecía todo enfurecido, como si estuviera sacudiendo el coraje que llevaba encima desde hacía tiempo; o como si estuviera haciendo un último esfuerzo por conseguir vivir un poco mas.

Tal vez al ver las danzas se acordó de cuando iba todos los años a Tolimán, en el novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero sin cansarse. Tal vez de eso se acordó y quiso revivir su antigua fuerza.

Natalia y yo lo vimos así por un momento. En seguida lo vimos alzar los brazos y azotar su cuerpo contra el suelo, todavía con la sonaja repicando entre sus manos salpicadas de sangre. Lo sacamos a rastras, esperando defenderlo de los pisotones de los danzantes; de entre la furia de aquellos pies que rodaban sobre las piedras y brincaban aplastando la tierra sin saber que algo se había caído en medio de ellos.

A horcajadas, como si estuviera tullido, entramos con él en la iglesia. Natalia lo arrodilló junto a ella, enfrentito de aquella figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le había puesto entre sus manos. Pero no se dio cuenta de esto; la luminaria de tantas velas prendidas que allí había le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar cuenta de lo que pasa junto a uno. Siguió rezando con su vela apagada. Rezando a gritos para oír que rezaba.
Pero no le valió. Se murió de todos modos.

"... Desde nuestros corazones sale para Ella una súplica igual, envuelta en el dolor. Muchas lamentaciones revueltas con esperanza. No se ensordece su ternura ni ante los lamentos ni las lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; que se echa la culpa de nuestros pecados; la que quisiera llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros, aliviándonos el cansancio y las enfermedades del alma y de nuestro cuerpo ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está hecha de sacrificios..."
Eso decía el señor cura desde allá arriba del púlpito. Y después que dejó de hablar, la gente se soltó rezando toda al mismo tiempo, con un ruido igual al de muchas avispas espantadas por el humo.

Pero Tanilo ya no oyó lo que había dicho el señor cura. Se había quedado quieto, con la cabeza recargada en sus rodillas. Y cuando Natalia lo movió para que se levantara ya estaba muerto.
Afuera se oía el ruido de las danzas; los tambores y la chirimía; el repique de las campanas. Y entonces fue cuando me dio a mí tristeza. Ver tantas cosas vivas; ver a la Virgen allí, mero enfrente de nosotros dándonos su sonrisa, y ver por el otro lado a Tanilo, como si fuera un estorbo. Me dio tristeza.

Pero nosotros lo llevamos allí para que se muriera, eso es lo que no se me olvida.
Ahora estamos los dos en Zenzontla. Hemos vuelto sin él. Y la madre de Natalia no me ha preguntado nada; ni que hice con mi hermano Tanilo, ni nada. Natalia se ha puesto a llorar sobre sus hombros y le ha contado de esa manera todo lo que pasó.

Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo de Tanilo.
Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro. Esa cosa de no decirnos nada desde que salimos de Talpa tal vez quiera decir eso. Tal vez los dos tenemos muy cerca el cuerpo de Tanilo, tendido en el petate enrollado; lleno por dentro y por fuera de un hervidero de moscas azules que zumbaban como si fuera un gran ronquido que saliera de la boca de él; de aquella boca que no pudo cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia y míos, y que parecía querer respirar todavía sin encontrar resuello. De aquel Tanilo a quien ya nada le dolía, pero que estaba como adolorido, con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy abiertos como mirando su propia muerte. Y por aquí y por allá todas sus llagas goteando un agua amarilla, llena de aquel olor que se derramaba por todos lados y se sentía en la boca, como si se estuviera saboreando una miel espesa y amarga que se derretía en la sangre de uno a cada bocanada de aire.

Es de eso de lo que quizá nos acordemos aquí más seguido: de aquel Tanilo que nosotros enterramos en el camposanto de Talpa; al que Natalia y yo echamos tierra y piedras encima para que no lo fueran a desenterrar los animales del cerro.

Pastiche sobre "Borges y yo"

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Este primer ejercicio, que consistió en leer el texto de Jorge Luis Borges: "Borges y Yo", nos llevó a experimentar con nosotros mismos en la elaboración de un discurso nuevo que planteara la dualidad del ser, de ese ser de dos y hasta mil caras, que habita cada cuerpo. Un Pastiche de la pieza de un grande, el ingenioso Borges.

Para realizar el ejercicio en primer lugar, como es lógico, hay que realizar la lectura del siguiente escrito:

Borges y yo.

"Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro.

No sé cuál de los dos escribe esta página."
Luego de realizar esta lectura, lo que corresponde es construir un texto similar (pastiche). Aquí van unos ejemplos de lo que se hizo en este taller. Dele "click"

Homenaje a Meira Delmar

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Meira Delmar en Madrid.
Meira Delmar, quien en realidad se llamaba Olga Chams Eljach fue hija de padres libaneses radicados en Barranquilla, y esta mezcla de oriente y trópico, se vió reflejada en ese nombre que la dió a conocer: ese Meira Delmar tan sonoro que nos recuerda que aunque es del medio oriente, por Meira, también nos está diciendo a viva voz que ella es del mar, de ese mar de la costa atlántica colombiana que la vió crecer, de ese mar en el que ella se inspiró para fundar gran parte de su poesía.

La muerte la alcanzó a los 86 años de edad, el jueves 19 de marzo de este año, justo cuando la Universidad del Norte con sede en Barranquilla había dispuesto un homenaje a su vida y obra y habían alistado para ella un título Honoris Causa que le iba a ser otorgado el 23 de abril, en el marco del Día del Libro.

Esta mujer, que estudió Letras en Roma y música en el conservatorio Pedro Biavia de la Universidad del Atlántico, fué miembro de la Academia Colombiana de la Lengua, desde 1989, del Centro Artístico de Barranquilla, de la comisión Interamericana de mujeres y de La Sociedad de Mejoras Públicas. De la misma forma recibió distinciones prolíferas y ocupó varios cargos que seguían demostrándole que no se había equivocado en consagrarse a una vida poética al escribir su primer poemario “Alba del Olvido” que entre muchas cosas fué impulsado, según la propia autora, por los comentarios y consejos de una de las grandes de América, nada más y nada menos que Juana de Ibarbouru, con la que sostuvo una animada correspondencia, muy importante en la vida de la barranquillera. Esas distinciones fueron:


- Doctorado Honoris Causa en Letras de la Universidad del Atlántico.
- Medalla de Honor al Mérito de la Sociedad de Mejoras Públicas del Atlántico.
- Medalla de Honor al Mérito del Club Rotario de Barranquilla.
- Placa de Honor al Mérito del Centro Artístico de Barranquilla.
- Venera de la Sociedad Interamericana de Escritores.
- Medalla Pedro Biava del Centro Artístico de Barranquilla.
-Medalla Puerta de Oro de la Gobernación del Atlántico.
-Profesora de historia de Arte y Literatura en la Universidad del Atlántico.
- Miembro del Centro Artístico de Barranquilla.
- Miembro de la Comisión Interamericana de Mujeres.
- Miembro del Club Zonta Internacional de Mujeres Profesionales y Ejecutivas.
- Miembro de la Sociedad de Mejoras Públicas.
- Directora de la Biblioteca Departamental del Atlántico. Por 36 años desde 1958. Esta biblioteca fue renombrada y ahora es la Biblioteca Pública Departamental Meira Delmar.
- Creación del “Premio Nacional Meira Delmar”, el 30 de Abril de 2008.

A continuación, les presentamos el prólogo de “Alba del Olvido” (1942), escrito por el primer prologuista de la carrera de Meira Delmar y uno de sus más cercanos amigos, Ignacio Reyes Posada:

“EL SITIO DE SU VOZ
Meira Delmar entrega a las selectas minorías su primera producción poética. Obra de juventud, casi de adolescencia, tiene no obstante, como los frutos maduros, el redondo perfume de la plenitud. Se abreva en claras fuentes clásicas; pero afirma su verso a una noble cantera de emoción. La sombra amada de Gustavo Adolfo cruza, azul, por su poesía, y un aire renovado y alto la adelgaza hasta fino surtidor o tenue huella de nube evaporada.
Romántica, si por romanticismo ha de entenderse esa entrega del alma a la naturaleza, ese seguido correr de la sangre al ancho mar del sentimiento. Nueva, si por nueva ha de tenerse la poesía pura, limpia de sensiblerías enfermizas, de llanto inútil o acobardada renuncia. Y nueva también por la angustia vital que recorre su voz hasta llevarla a sitio donde el olvido adquiere categoría de sueño.


Su paisaje es alto y trascendente. Ha llegado a la naturaleza para arrancarle sus más hondos secretos o sus más claras confidencias. Campos aromados, árboles siempre florecidos de trinos, mar azul para la blanca vela de nuestro viaje y rubios trigos para ofrecernos, plenos, el oro de la vida. Paisaje móvil. Paisaje que habla con la profunda voz de la vida aprisionada. Y el paso en permanente actitud de despedida. Sus caminos -amplias sendas que cruzan paralelas su poesía- son caminos sin retorno. Rutas para el olvido. Y la dura certidumbre de la ausencia, del existir sin nombre y sin recuerdo, de este ser en la vida "alguien que se aleja" para no regresar, aprisiona su voz como tenaz mano de niebla.


El amor está también en su poesía sin estarlo. Es un amor en fuga. Es la ausencia de lo que pudo ser. Aún en aquel sendero que conduce a la entrega, su voz encuentra una ruta de evasión. Y viene a situarse en frente del recuerdo: cómo será la ausencia, cómo el no ser, cómo el olvido? Es la angustia nueva que viene a darle la clave de la fuga.
Meira Delmar cierra con esta entrega su primer ciclo poético. Pero aquí está, de pié sobre el olvido, la verdad de su voz.
IGNACIO REYES POSADA


Obras:
“Alba del Olvido” (1942)
“Sitio del Amor” (1944)
“Verdad del Sueño” (1946)
“Secreta Isla” (1951)
“Reencuentro”(1981)
“Laud Memorioso” (1994)
“Huésped sin Sombra” (1971)
“Alguien Pasa” (1998)
“Pasa El Viento: Antología Poética 1942-1998” (2000)




Por: Jeannne


21 de abril de 2009

Atención, un grupo está por hacer revista

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