24 de abril de 2009

Pastiches Borges y Yo.


Resultados del ejercicio basado en el texto "Borges y Yo"


ELLA Y LA CONQUISTADORA

Están otra vez peleando.Las he visto crecer y siempre lo han hecho. Recuerdo esos agarres tontos por los juguetes; ella, siempre aburrida y deseosa de ver a sus muñecas colgadas en la pared, tal vez como reliquias, seguras y hermosas. No deseaba correr riesgos: una caída fatal, un daño irreparable o mucho menos algún contacto con la mugre.La conquistadora, por el contrario quería jugar con sus “niñas”, peinarlas, pintarlas y hasta dañarlas; se divertía cambiándolas de vestidos, rayándolas, despeinándolas y tirandolas cuando estaba aburrida de jugar.

Ella nunca estuvo de acuerdo con el comportamiento hiperactivo de su compañera; le escuché decirle que controlara sus impulsos, que dejara de ser tan necia y se comportara como una niña.

Hoy ya no pelean por muñecas sino por miradas de hombres, que son el deseo diario de la conquistadora.Sonríe e intenta mostrar su encanto, su postura de coqueta, en busca de un pasajero romance. Ella tal vez lo desea, pero sus inclinación a no romper las reglas , a ser la mujer recta y a comportarse como una dama, la cohíben de sacar a bailar a la mujer coqueta y extrovertida.

Cuando tienen que hablar en público , la conquistadora sale a flote; sin timidez y con mucha seguridad expresa lo que piensa, sin importarle los comentarios o errores que pueda cometer. Pero solo lo hace por unos instantes porque a medida que va hablando se le enreda la lengua y no puede expresarse como lo estaba haciendo.Es entonces cuando se da cuenta que su compañera poco a poco vuelve a tomar el control.

De algo estoy segura. Para ellas dos es muy difícil separarse porque han crecido juntas, porque se necesitan la una a la otra, porque comparten la misma existencia. Así, a pesar de sus enredos tontos y de las discusiones que tengan, la conquistadora lo único que quiere es alegrarle la vida a su compañera. Nunca las miraré distantes, porque aunque no parezca ellas juntas , hacen una misma vida .


Por: Griselda
Carta a una actriz escondida.


Vamos siempre juntas al abismo. Te despides de mí con un ritual un poco tonto, creyendo que me dejas atrás, pero te sigo; voy contigo sin hacer ruido. Solo escucho y veo en silencio cada uno de tus movimientos. Me siento en el fondo de las dos y te veo actuar. Veo lo que tú no puedes ver, las sonrisas, las miradas y las lágrimas de aquellos que paran su vida para verte. Inclinan sus cabezas en la oscuridad de la sala y en silencio, en el acto más sublime y hermoso que se pueda presenciar, te escuchan y se dejan llevar. Observo todo esto, que tú, pobre ciega, solo puedes sentir. Allí, en el abismo de la caja negra de madera, le entregas nuestro cuerpo a otro ser, y lo haces vivir. Por nosotras, por ti, por las dos, por todas esas que se encuentran suspendidas en el éter y que necesitan de un cuerpo que las cuente; por esto es que lo hacemos. En la enorme escena negra, donde el frío se confunde con los nervios, tú eres mi protectora, mi respaldo, quien toma mi corazón unos segundos antes del tercer timbre e impide que se escape por mi boca.

Pero aquí, en el mundo real, en el verdadero peligro, voy yo sola. Tú, te sientas en un rincón de las dos y ves mi función diaria. Comienzo a pensar que te quedas como un espía, copiando mis gestos, calcando mis emociones e interceptando mis recuerdos, mientras yo vivo mi vida extrañándote, esperando que algún día llegues y me ayudes a ser como tú.

Nunca estás sola y por eso eres tan fuerte. Cuando tratas de alejarte de mí en el teatro, lo haces porque hay alguien más que te acompaña. Una puta, una madre, una joven, una niña, una afgana, una mujer engañada, una drogada, un robot, una muñeca…otra, otra que no me pertenece aunque utilice mi carne, una mujer a la que quiero porque llora, sonríe y ama con mi cuerpo; otra que solo es tuya y que me roba tu atención.

Tengo una pregunta para ti, en este momento, tú que soy yo misma en algún lugar que desconozco, ¿Podré tomarte de la mano un día y llevarte delante de mí? Ganarías todas mis batallas, estoy segura ¡No te arrepentirías! ¿Podré mostrarte cómo soy yo, cómo es mi vida, cuáles son mis conflictos y mis sentimientos, mi pasado y hasta mi situación actancial?

Podrás tal vez, al conocerme y analizar mis acciones dramáticas, encontrar la mejor manera de por fin, interpretarme; de allí, hasta que se termine la función.
Por: Jeanne.

LA TREGUA

I
Ahí está. Sacándole filo a las palabras del baúl, sus armas favoritas. Qué escribirá hoy. ¿En qué pensará? Suda. Parece que se le derriten las sienes y sostiene su frente con la mano izquierda. Raro. Nunca hace eso. Estará aburrido. No. Cuando se aburre toca el piano y vuelve a su cuaderno. Es como si el piano le afinara las armas. Cuernos de bisonte. Nudillos de gigante. La mota de cabello se le humedece más y más. Pronto empezará a escurrirle agua entre las manos. No tengo ganas de sentarme a su lado. Me pega el calor. Mejor me quedo aquí, sintiendo como el vidrio de la ventana refresca cada vértebra de mi columna.

II
Qué tipo más obstinado, más aguafiestas. No ha querido escribir en todo el día; prefiere quedarse de brazos cruzados contra la ventana, y aunque sabe que el agua me gusta tanto como a él, no le voy a dar el gusto de verme beber del frasco cristalino que me dejó en el escritorio. Me mira, y me doy cuenta porque retengo su imagen en el rabillo de mi ojo, y así la desesperación se queda allí, en una orilla de mi rostro, con el aburrimiento, sin escaparse por mi cuerpo, sin contaminarme los huesos. No le voy a dar el gusto de verme tocar el piano; sus ojos pegan en las teclas y rebotan en mis sienes, como preguntando “¿estará aburrido?” Carajo, lo que faltaba, me puso falda y el lunar en los pómulos que tanto le gustan. Debe estar pensando en ella.

III
Ya sé. Está pensando en ella. Ella es más grande que sus armas. Sus labios, más gruesos que sus palabras. ¿Por qué se angustia tanto? Que consiga una tarjeta de Garfield o de Mickey Mouse. De esas tarjetas que, con su filosofía dulzona, pretenden descifrar los misterios del universo y de la humanidad. Que transcriba. O que se siente al piano. El sudor le serpentea hasta el codo del brazo izquierdo. No ha querido beber agua. Es ridículo. Quiere ir al lago todos los días. Para qué. Cuando se pone así es mejor que nos quedemos en casa. Y que él toque el piano. Que afile las palabras. Que pula las ideas. La otra vez fuimos y no quiso bañar. Se puso un sombrero negro que le oscurecía los ojos y se quedó de pié toda la tarde, mirando las montañas desde su tiniebla. Ha mojado el papel con el sudor de su codo. El rabillo de su ojo me vigila. No me hago a su lado porque a lo mejor me desnuda. O me besa los pómulos, soñando sus escenas con Nora. Mejor me siento en el soporte de la ventana, antes de que el río de sal en el que se está convirtiendo me deshaga los pies.

IV
Qué sed. Y este tipo está que salta por la ventana. Quiere ir solo al lago. Siempre es así. Siempre vamos juntos pero solo uno baña. Él prefiere aventar piedras a los panales de avispas o arrebatar a las hormigas las hojas que llevan a su colonia. Qué sed. Él se hidrata con los vientos que se atoran en la ventana. Está paralizado. El vidrio se le ha metido por las venas de la espalda. Estará pensando en una frase o en una caricatura para poner en la carta. Mejor. Así se decide a escribir y yo me convierto en otra cosa que no tenga que ver con él. Pero ya pasó una hora. Ya no creo que piense en una frase o en una caricatura. Los sesenta minutos se los ha pasado bostezando y abrigándose con la cruz de sus brazos. Es ridículo. Yo me fundo en el calor y este dichoso hace escudos contra el frío. Pero estoy cansado. Me pica el lunar que me puso debajo del ojo. Estoy aburrido. Siempre soy Nora, el sudoroso o el escritor agobiado. Voy a hacer lo único que él no puede. Deshago mi perfil y le doy la cara. Paso una bocanada de agua y lo miro con gravedad. Con tanta gravedad que el pobre, asustado, me convierte en un cíclope. No importa, estoy aburrido. Y él sabe que un cíclope aburrido pesa lo mismo que el tiempo. Eso que temen tanto los escritores. Creo que lo logré. Que se pudra con su carta. Yo doy tres pasos y me siento al piano.


V
Creo que está aburrido. No se le ocurre nada. A mí ya me está dando sueño. Y frio. Cuando a él se le seca el magín me pongo así. Ido. Debilucho. Cómo le ayudo. Cómo nos ayudamos. Medio saca la lengua para barrer el ardor que le cuartea los labios.. Podría pedirle que me enseñe a tocar el piano. Pero no es bueno hablarle cuando quiere elucubrar. Cualquier objeto que se le presenta termina siendo presa de sus alucinaciones. Hace una hora que está como a la expectativa. Creo que tiene que ver conmigo. No. Estoy cansado de que me salpique con sus bochinches literarios. De que me hable como si estuviera trabando con sus amantes o con sus detractores imaginarios. Es raro. Ya no suda. Se rasca debajo del ojo. Ha girado en el asiento y ahora me mira. Por fin se decide a tomar agua. Querrá ir al lago. Carajo. A qué hora se quedó tuerto. Se borró un ojo de tanto apoyar la cabeza en la mano. Me está entrando susto. Me clava su monomirada como acusándome de algo. Como lanzándome piedras porque está aburrido. Creo que me ha mandado al diablo. Mira su reloj. Son las cinco y media. Su cita con Nora es a las seis. Pobre. Ya no le queda tiempo de terminar la carta. Y me ha mandado al diablo porque no me quise acercar. Se ha sentado al piano. Habrá mandado a Nora también al diablo. Destapa el piano y comienza a teclear. Me gusta verlo tocar. Me gusta oír sus confesiones a través de la música. Ya sé. (Me siento en el escritorio). (Bebo un poco de agua). Voy a traducir lo que escribe en el piano. Así le echo una mano con la carta. Mientras él afila sus nudillos de gigante. Mientras pule sus cuernos de bisonte. Cuando termine quizás él pueda escribir algo mejor. Y podamos bañar juntos en el lago.

Por: Federico Bal.

DOBLE VÍA

El, con su caminata sin ritmo y más bien ridículo se mueve por los caminos que le depara la existencia. Detrás lo siguen decenas de estelas burlonas y murmullos incómodos. Solo lo percibo en la mirada ajena, aquellos que lo observan sienten miedo y a veces ríen. Cuanto más se cerca, mas se alejan, y él para calmar la situación descansa la mirada debajo de una leve vergüenza. Los sonidos que salen de su boca no los comprendo. Detrás de sus frases regaladas al viento estoy yo maldiciendo, enojado con aquel ente que dice cosas sin sentido; me dan deseos de dejarlo por ahí tirado, al no saber cómo es que quiero que se comporte y filosofe.
Bellas doncellas han atravesado su sombra presencial, y con infame descaro les ha dado un puntapié y las ha sacado de la oportunidad de alguno de mis goces sexuales. Ambos nos sentimos solos. A veces nos regalamos algún par de lágrimas y risas para que, lentamente, se apague el fuego de la soledad que nos consume.
En algunas ocasiones lo he sorprendido buscando su propio espacio. El vagamente quiere caer en una soledad egoísta, la busca el mismo, pero yo lo empujo para que se dé cuenta que hay almas que admiran su presencia, que lo acompañan en cada paso que da. Y si la tozudez lo llena, aunque sea a la fuerza se las hago recordar. En ocasiones ese empuje está de sobra, de noche lo oigo llorar de alegría; se alimenta de mi. Sin embargo me es difícil quitarle esa máscara que siempre lleva, antifaz que ha sido moldeado por las personas que lo observan y lo ven con injustos ojos. Es esa caretilla que lo hace parecer un ser arrogante y presumido, a pesar de no infundir digna imponencia, porque la verdad es que es muy chiquito.
Cuando vemos juntos la explosión del atardecer, se viene a mi cabeza la duda sobre si esa máscara que lo aflige soy yo. Tal vez yo sea una construcción de los que lo observan y le regalan las estelas burlonas. Mi metafísica se disuelve y se torna incomprensible. Cuando camino, las risas y los ojos temerosos llegan a mi pupila, me perturban, y si no es por mi dignidad, podría caer en una cascada de llanto. El miedo al sexo opuesto me ha dado incontables fracasos y no se a quien darle la culpa. Desde hace algunos años no he probado el jugo de unos labios ajenos.
A ratos pienso que le amargo la existencia. Ahora es él quien me consuela, quien me rescata de mis tormentas de ira y exaltación. Quien me regala algún dulce relleno de risas y lágrimas; es quien siente lástima por mí, cuando ciegamente creía que él era el perdido y yo un divino lazarillo. Desde entonces caminamos juntos.

Por: Lobo Solitario

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