Vi mi rostro en el reflejo de la máquina que marcaba mi ritmo cardiaco. Entre los enfermeros conocí una cara. Era la del asustado policía que yo veía en mi retrovisor hacia ya unas pocas horas o minutos, no sé cuanto duró el viaje, de lo único que estoy seguro es que estoy medio muerto. Mis piernas se fueron, creo que aterradas de verme tan desbaratado. Ya las extraño.
La llave de aquel automóvil de donde salí, la tengo incrustada en el centro de mi mano izquierda, nadie la ha sacado, está allí como queriendo abrir algo. Veo que mi sangre baila en el suelo de la ambulancia, danza de un lado a otro, nadie hace nada para que deje de ensuciar el suelo del vehículo.
Tendría que recordar lo que pasó al llegar a donde nos dirigíamos. Este camino en ambulancia se me hace eterno. En mi desconcierto no me queda nada más que cerrar los ojos y esperar a que la muerte me cuente todo; pero me doy cuenta que está llegando tarde, porque siento que lentamente todo viene desde mis recuerdos hasta mi actual cabeza rota. Se iluminan los sucesos en mis ojos con un fogonazo de luz amarilla.
Estaba en el hotel “La Independencia”, exactamente en uno de sus parqueaderos iluminados fluorescentemente. Me subí a esa masa de metal brillante por invitación de Ángela, la mestiza de ojos de atardecer. Quiso dar una vuelta a las oscuridades de estas vías colombianas. Ella con un coqueteo momentáneo pidió que yo condujera el reluciente Fiat regalado por uno de sus antiguos novios. Me dio las llaves, abrí la puerta, me senté y lo prendí. Creo que el ruido del motor me dijo algo, porque quedé pensativo por un rato, algo que aun no recuerdo. Ángela entró y me sacudió el momento filosófico. Como quejándose de mi me sacó del auto con íntima violencia. Ahora ella iba a conducir. Automáticamente me di la vuelta y abrí la puerta del pasajero. Sin decirnos nada entramos en el auto. El pequeño Fiat comenzó a dar sus pasos.
No sé a dónde fuimos y si es que en algún momento llegamos. No lo puedo recordar, y menos con cierto olor perturbador que creo que sale de cuatro bolsas que están a mi lado. Creo que eran cuatro. Cuatro son las razones por las que empiezo a recordar algo. Como un escondido trauma el ritmo de las llantas de la ambulancia despierta en mí el leve pasado que tenía en la cabeza cuando estaba en el Fiat. Ahora me acuerdo de lo que pasó después de haberle hecho el amor a Ángela en el cuarto ciento tres del olvidado hotel y encaminarnos luego en ese automóvil para recuperar el aire que habíamos gastado.
La velocidad del vehículo iba aumentando cada vez que tomábamos alguna de las tantas curvas que había antes de llegar a ningún lugar. Noté en los ojos de Ángela un brillo de excitación. Creo que aun la perturbaba el orgasmo. Encendió la radio y estaba tartamuda. La apagó. El camino se acompañó de un silencio intimidatorio.
Al contar el séptimo camión que habíamos pasado, observé que detrás de nosotros la vía se iba pintando de inestables colores rojo y azul. Ángela no se preocupó, tenía una mueca como de estar llegando tarde a algo. Las lucecitas se acercaban cada vez más, y las muecas seguían.
Una camioneta de la policía nos estaba siguiendo. Le di a mi cabeza media vuelta y con desespero interrogué ocularmente a mi compañera. Ángela quitó los ojos de la pista, se acercó a mí y creo que susurró:-¿A dónde vamos? Tú no lo sabes…-. Sentí sus labios tocar los míos y un perturbador choque de nuestros dientes. Algo estaba mal. Al terminar, saqué los brazos y la cabeza del auto y empecé a hacerle señas jeroglíficas a la camioneta. Tal vez había empeorado las cosas.
Ángela dio un grito de mil liras entre felicidad demencial e ira incontenible, todavía lo recuerdo cuando siento que la ambulancia lentamente se va deteniendo y mis párpados van cayendo con disimulo.
Íbamos a ciento sesenta de algo, pues creo que el auto era importado. En un pétalo de instante escuché el llanto de las ruedas tratando de detenerse en el asfalto. El carro siguió, el camino pasó de concreto a maleza medio cortada. El Fiat golpeó un tronco ancho medio mutilado de altura que ignoro. La máquina nos sacó por el parabrisas en una lluvia de diamantes falsos, dio vueltas en el aire y nos calló encima.
“Saquemos las cuatro bolsas, sí, sí, esas. Era la compañera…si, venía con él. De una pa’ medicina legal”. Dice uno de los enfermeros que me acompañan, ahora que tengo mucho sueño y un dolor incontrolable.
No sé a dónde íbamos y si es que de alguna manera llegamos. Estoy seguro que el maldito orgasmo de Ángela es el que me está matando. Siempre supe desde el día en que la vi, que le iba a hacer el amor como nunca, pero jamás pensé que iba a ser así mi primera, única y última vez.
Por: Lobo Solitario
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