Cuando vi mi reloj, supe que nada volvería a ser igual. Un frío de espanto comenzó a rozarme el alma y lentamente fui retrocediendo. Las gotas de sangre habían alcanzado mi brazo derecho, empapando mi reloj de un líquido viscoso y oscuro, que más que sangre, parecía residuo de materia fecal. Todos a mi alrededor debían haber visto mi brazo y sin embargo, nadie hizo ningún comentario.
Todo salió como planeado por un experto, aunque nada de lo que ocurrió estuvo en mi cabeza cuando, en la mañana del martes, llegamos a la finca. Nadie escuchó quejidos, voces, ni siquiera pudieron escuchar los gritos de dolor que Ricardo dejó salir de sus entrañas como por media hora. Nada.
Paulina siempre hermosa como cuando éramos niñas, me visitó el domingo en la noche, me dijo que para ella era muy importante tenerme consigo el día de su fiesta de compromiso. Ricardo y ella se conocieron en una parranda en la que Paulina, queriendo animar la noche y levantar la moral de ciertos pantalones, se había desnudado frente a algunos de los invitados, teniendo como primer espectador de su show delicioso, al santo de Ricardo. Yo no era muy amiga de ese bobo, pero él tenía algo, todavía no logro entender donde, que hacía caer como globos al sol, a la mayoría de mujeres que lo veían. A mí me gustaba Paulina, así que no tuve problema en pasarme la noche hablándole a Ricardo, de la belleza de sus senos, de la delicia de sus labios, de lo firme de sus muslos quemados como en una fantasía, de lo hermoso que lucía su bikini al nivel de la ingle… Fui tan específica y convincente, que media hora después los encontré en el baño de mi habitación quitándose la respiración. Extrañamente no me dolió. Imaginaba que algo así ocurriría, aunque no pensaba que sería con un hombre y mucho menos con el más insulso de todos; menos podía yo haber soñado que mi bella Paulina, llegaría a querer casarse con él.
¡Así son las mujeres! Pensé con furia mientras Paulina seguía convenciéndome de ir a la finca de Ricardo. Al final accedí, como siempre, a los caprichos de esa que seguía a pesar de tantos años, quitándome el líquido del cuerpo. Ella se quedó unas horas más conmigo. No nos gustaba quitarnos tan rápido después de mordernos el cuerpo. “Necesito reponerme, Lali”, solía decirme los miércoles cuando después de aplastarnos la carne por todos los rincones de mi apartamento, nos acariciábamos los labios en cualquier lugar donde nos dejara el tornado y comenzábamos a hablar; de todo, de la vida y realmente de nada, eran pretextos para no olvidarnos tan rápido, para querernos en silencio.
Di varios pasos hacia atrás tratando con mi mano izquierda, de quitar la mancha marrón encima de los números de mi reloj digital. No salía. Esa cobertura sangrienta se estaba apoderando de mi brazo. Sentí miedo; el mismo que siento ahora que veo que la sangre de Ricardo se ha apoderado de toda mi vida. Casi controlando la situación y conservando la serenidad en mi rostro, le di una sonrisa al policía de turno e intenté sacudir mi cabello como podría haberlo hecho Paulina. No tenía en ese momento un cuerpo muy seductor, así que creo que lo único que le causé al pobre muchacho que moría de frío entre el pastizal, fueron unas ganas terribles de quitar la mirada. Y funcionó. Cuando el tipo se volteó para intentar no volver a verme, yo me di rápidamente la vuelta y corrí a esconderme detrás de un gran árbol que estaba a unos metros, allí, agachada, esperé a que se hiciera de día.
Yo no maté a Ricardo Salcedo, él murió solo. Un tiempo mientras estuve recluida, comencé a tratar de recordar qué había pasado, para ver si en efecto yo había hecho lo que paulina aseguraba con tanto ahínco. Los primeros meses, estaba como medio aletargada, me sentía en otro planeta todo el tiempo y el encierro no me pegaba tan duro. Pero después del primer año, ya quería matar a todas las viejas asquerosas que se aprovechaban de mi juventud en las duchas y que tenían celda cerca de mi patio. Era insoportable ver que se me pasaba el tiempo y no lograba recordar nada diferente de lo que sabía que había pasado. Paulina y el llanto de Ricardo, eran los únicos recuerdos nítidos que yo llevaba atrapados en las pestañas, todo eso era verdad; como ahora…
Llegamos a la finca el martes en la mañana y Doña Josefa, la mamá de Ricardo, que también iba en la caravana, fue la primera en hacerse sentir como la dueña de la casa. Paulina me habló mal de su futura suegra toda la semana, en todo momento, a toda hora, y aun cuando nos citábamos fuera de la finca para embarrarnos de placer, entre beso y beso, no perdía la ocasión para quejarse de la vieja que no tenía un hijo sino un bebe, de esa que la humillaba cuando tenía oportunidad, de la mal nacida que había parido al estúpido insuficiente más patético del planeta, a ese que cuando le hacía el amor, le tapaba la boca para que su mamacita no escuchara, ese estúpido que juraba ser virgen… ese imbécil con el que ella había aceptado casarse. Yo me aguantaba sus quejas, sus odios, sus reclamos, todos los días, hasta ese día en que encontré en el suelo de la cocina a Ricardo explotándose por dentro, botando la sangre de su cuerpo por la boca y nadando en un espeso y opaco charco de vómito. Esa imagen del hombre de mi mujer muriéndose a pedacitos frente a mí, ha sido imborrable y es el recuerdo que más me persigue.
Cómo podría haberlo matado yo, si horas antes había estado en el último rincón de la casa, donde estaba la habitación que me asignaron, más dormida que en cualquier otro momento de mi vida. Me la había pasado tomando desde el martes en la mañana que tuve la primera botella de licor en mis manos, y ya a esas alturas, tanto licor había hecho su efecto: vomité un rato, lloré otro tanto por el terrible dolor de cabeza que me arrancaba los sesos y por último, entré en un sueño tan hondo, que me duró mucho más de medio día. Cuando abrí los ojos, no se escuchaba ruido, ni música, ni gente, nada, solo las luciérnagas, ranas y grillos, estaban haciendo su fiesta en el monte. Yo descendí las escaleras buscando a los demás, recorrí varios lugares de la casa y no vi a nadie. Supuse que habían ido al pueblo por más aguardiente y por los cigarrillos que yo había encargado la noche anterior. Caminé hacia la cocina por un poco de agua para tragarme la amargura de mi lengua dormida. Ya más confortada por las conjeturas que había realizado, empecé a encender las luces por donde pasaba intentando controlar el pánico que me produce la oscuridad. Al llegar a las escaleras que conducían a la cocina, escuché algunos sonidos extraños. Me acerqué lentamente a la puerta sin imaginar en ningún momento, que se trataba de Ricardo.
Cuando por fin pude moverme y destruir la parálisis que me causó la escena, traté de mover el cuerpo, cada vez más oscuro, de Ricardo. Se había puesto morado, como si se hubiera ido a embarrar con Paulina a las afueras de la finca, y todo él se encontraba envuelto en un hedor a intestino podrido, que no pude quitar de mis manos sino después de 3 días; tiempo que duró mi huída.
Lo cargué con las pocas fuerzas que tenía en mis brazos y logré sacarlo de la cocina. Cuando lo solté en el suelo, agitada por el esfuerzo, descubrí que estaba más muerto de lo que yo hubiese querido. Nunca había estado tan cerca de un muerto. Me aterré, me vi las manos llenas del líquido aceitoso que le salía al muerto por el ombligo y corrí a limpiarme, a vomitar de nuevo y a llorar. Mis manos temblaban ante la idea de que todos volvieran y me encontraran allí con Ricardo; ¿cómo podría esperarlos? ¿Sería prudente esperarlos al lado del muerto? O ¿metida en la piscina? o ¿viendo un poco de televisión para distraerme?… ¡Qué hacer! El tiempo pasaba, la piel se me iba llenando de miedo y cuando quedó repleta, decidí recoger mis cosas y escapar. Salí desesperada como si tuviera el fantasma del muerto Ricardo persiguiéndome y me fui por la vía contraria a la del pueblo. No quería ir saliendo y encontrarme directamente con los ojos de Paulina, que descubrirían enseguida todo lo ocurrido, o lo que era peor, con la doña Josefina, que se volvería loca de llanto, al ver a su hijo repartido por el suelo, ahogado en vómito y sangre, devolviendo sus tripas por la boca y con lágrimas todavía en los ojos por el sufrimiento de la muerte más horrible de todas las muertes.
Morado, con sus intestinos abriéndole hasta reventar la boca, con los ojos más abiertos que nunca y unas lágrimas que seguían corriendo a pesar de la muerte; así es que recuerdo a Ricardo.
Corrí un tiempo, otro tanto caminé recobrando mi aliento y otro poco le robé bocanadas al viento, para poder seguir avanzando con mi angustia. El olor a podrido me gangrenaba las manos y yo seguía llorando, como el muerto en la distancia. Cuando volví a hablar con Paulina, me contó que el cuerpo de Ricardo había seguido llorando hasta el momento en el que lo llevaron a la tumba; le tomaron fotos para llevárselas al papa, pensando que este sería el caso de un enviado de Dios que había muerto infamemente en la tierra, a manos de una lesbiana celosa y diabólica. Aunque el doctor le explicó a Paulina, el por qué científico de un fenómeno de este tipo en un cuerpo inerte, ella no lo entendió o no lo quiso aceptar, así que decidió pensar que había estado a punto de casarse con un santo y se dedicó a sufrir su pérdida.
Después de la larga caminata, llegué a un camino que se encontraba iluminado y por donde ya comenzaba a encontrar más gente, unos a caballo, otros en bicicletas y unos cuantos como yo, a pie; intenté no ver a nadie, caminando con la mirada al suelo. Poco a poco y sin darme cuenta, fui a parar frente a una estación de policía en la que lo único que vi al levantar la mirada, fue un pobre policía vigilando la noche.
Huí tres días, tratando de encontrar nuevos caminos que condujeran a alguna parte, que me sacaran del laberinto en el que se había convertido ese pueblo. Dormía pagando cualquier rincón en las chocitas de los habitantes de los caminos. Al tercer día, bien en la mañana, llegaron varios policías y me capturaron. De tanto huir, comencé a sentirme culpable de la muerte de Ricardo, por eso pudieron apresarme y condenarme tan fácilmente. Paulina había dado unas declaraciones en las que afirmaba yo lo había envenenado para asegurar que ella jamás se casaría, porque dijo, yo estaba enamorada de ella. Eso fue lo que más me dolió. “Ella se enamoró de mí y no lo pude evitar” dijo varias veces.
En medio de todo el proceso para esclarecer el crimen, proceso que duró más de dos años por culpa de las aseveraciones de Paulina (cuenta que no termino de cobrarle), me enteré de que doña Josefina se volvió loca al mismo instante de ver a su hijo botando las entrañas por la boca y hasta había intentado matarse cuatro veces de diferentes maneras, por lo que la familia decidió internarla en un asilo psiquiátrico. Fue desde allí, que doña Josefina confesó haber sido ella quien envenenó a su hijo para que no pudiera casarse con la mujer que según ella, terminaría por matarlo en vida; ella nunca imaginó que moriría así, por eso fue que escogió hacerle su cena preferida, echarle unas cuantas gotas de un veneno casero que le habían dicho era el más suave, prepararle la tina, arreglarle la cama y mandarlo a morir como el ángel que ella sabía que era. Pensó que él moriría como en un sueño, que no sentiría dolor, que no se daría cuenta de nada. Lo que no sabía ella, era que ese veneno primero, le desgarraría la laringe hasta dejarlo seco y el dolor de la garganta quemada por los ácidos de su sistema digestivo descompuesto, lo harían salir de la cama y correr a la cocina por un poco de agua fresca, que lo único que lograría sería incrementar el ardor y hacerlo llorar hasta que su sangre se saliera por cualquier hueco y hasta que su vida se le escapara por la boca.
Recobré mi libertad, después de dos años y medio. Estaba libre para pasearme, salir, dormir, pero no estaba en paz. Recordaba día a día la imagen de Ricardo en la cocina, sentía en mi brazo oscurecido por la sangre de esa noche perversa, todo el dolor del muerto y me sentía unida a él hasta la muerte; porque fui yo quien lo vio sufrir, fui yo quien estuvo a su lado al morir: yo fui la primera en llorarlo y la última en sentirlo.
Ahora, aunque no quiero recordar, paulina me obliga a hacerlo todo el tiempo. Está conmigo, sí, como siempre, como alguna vez dijo que sería, como juró que sería su vida desde que me conoció. No podía estar sin mí, ella se iba pero así fuera tarde, siempre volvía a mis brazos. En este caso de Ricardo no podía ser diferente, no tenía por qué serlo. Eso era lo que yo pensaba. Me dije también que algo de bueno traería la muerte de Ricardo a todo esto, pero no fue así. Paulina se dedicó a lustrar su recuerdo, a divinizar su partida, a hacer del pobre Ricardo, muerto a manos de su progenitora, el símbolo de su felicidad, de su amor y de su desdicha. Sí, paulina duerme junto a mi, está a mi lado, me hace el amor… lo hace conmigo, pero en su mente, en su mundo, está con él. Llora, ríe, a veces ve la realidad pero inmediatamente se la oculto. Ahora soy Ricardo. La que murió, para Paulina fue Lali. La muerta ahora soy yo. Vivo como un Ricardo pero yo, en el fondo, tengo al muerto enterrado en mis entrañas, en mis manos y en todos los espacios de mis sentidos.
Por: Jeanne
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