Este es el rincón del Anaquel donde las palabras amanecen de costado, donde se quema la cintura del ensueño, donde las polillas no llegan porque las muerde el silencio y se envejecen de amor. Esta es la orilla más empolvada, la más oscura y elemental; un salón en obra negra donde me hospedo y veo los rostros de mis amigos de La cueva a lo lejos… Hoy pasaré la noche en esta bodega de piedras mojadas y lámparas enterradas; después vendrán todos con su botella de tinta y rociarán los muros; el oficio será entonces fundar estrofas y sentidos, dibujar planetas con las pilas de aserrín, vestir de gala cada sílaba y al mismo tiempo rasgar sus túnicas de perfumes. Aquí habrá un poema junto a un martillo, mangueras de agua sonora, alicates de tibias fauces y clavos en que penden, una a una, las vértebras de nuestros delirios.
No hay que abrirle un espacio a la poesía; simplemente hay que dejarla pasar como el ala gruesa de un ventarrón o como el niño que pulveriza los caminos detrás de un gato; hay que dejarla pasar como el insulto que no nos pertenece, como el mes de diciembre, como el oficinista que atraviesa la acera en apuros o la muerte que nos miró por equivocación. No hay poesía que nos pida permiso, así que seremos indulgentes en cada asalto místico; después puliremos las ideas más blandas, las estrofas pasarán por un aserradero donde la intuición y la palabra se limaran entre sí y al final tendremos el poema, esa cantera rítmica donde todo miedo, ansia o burla respiran y al mismo tiempo sonríen frente a los barrancos que disfrazan la existencia.
Entonces bien pueda y sígase, quien traiga un verso anotado en la palma de la mano o una cancioncita en la barriga rota de la guitarra. Venga y raye el planchón de nuestro Anaquel, donde se tienden las avispas y ruge el fulgor de las manchas. Habrá pan y café, un villancico entre las ubres de la mañana, una daga de luceros, la cobija de nuestros espejos. Tómelos, son todos suyos. Pero tenga cuidado con el perro negro que custodia nuestra bodega; posiblemente lo muerda y usted se irá de aquí con la espuma de un poema entre su piel, con los colmillos de una bestia que embiste desde el silencio e infesta la sangre con el chorro caluroso de la poesía.
Federico Bal.
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