Cuenta Flavio Antenoor, íntimo confidente del pródigo Lisandro, que las mujeres de Casia tenían los pies más bellos del mundo. Dichas doncellas vestían, al dormir, zapatillas fabricadas con hierbas perfumadas, harina de trigo y cáscara de maní; se bañaban las plantas nueve veces al día y practicaban la danza en salones tapizados de terciopelo bruñido. Desde niñas se les instruía en el cuidado y perfección de su horma, se les inculcaba la devoción por el caminado liviano y se les enseñaba a hacer el amor concentrando el placer en los pies. Así, los hombres se enseñaron a querer a las mujeres con el caminar más vaporoso y provocativo, y los poetas inauguraron un nuevo género literario, la poesía para pies. Entonces nació Linda Belia, una niña dulce y graciosa que encantó a la ciudad con su forma de gatear; dicen que sus pies se hacían automáticamente más bellos, que tuvo el caminar más vaporoso de toda la historia y que un día, cuando cumplió los quince años, empezó a volar. Las marcas de su belleza quedaron en los tejados, en las ramas de los sauces, en la trayectoria de las mariposas; Linda Belia fue la única mujer de Casia a la que la luna le besó los pies.
Una noche chorreante de luceros, en que el sumo de la luna caía sobre los hongos, se escuchó la cítara del pródigo Lisandro. El sonido era frutal: liso y redondo, arrojado con galanura en los balcones de las doncellas de pies hermosos. Los mendigos se sacudieron, los perros aullaron en un relámpago acústico y se disputaron a zarpazos los trozos de la música; las mujeres, con los pies envueltos en sus menjunjes de hierbas, pusieron marcha hacia las murallas de Casia, donde Lisandro les habló así:
-Hermosas doncellas de la magnífica Casia, ¿habéis de creer que el amor se atravesó, flotante y danzarín, en el camino de este cantor errante? Insistí en darle caza con la sensualidad de una serenata, de besarle los pies con la humedad de mis acordes, pero creedme, ese amor que venía amparado por la luna, me dijo: “si de verdad eres amante, volarás donde la luna se hace amiga de las cornisas” Y derramando mis pasos por el continente, he seguido la elíptica ruta de vuestra redonda amiga. Esta noche la he visto aterrizar en aquel balconcito donde la luz no se ha encendido.
No bien terminó de hablar el músico allegado, cuando apareció ingrávida y perfumada, la doncella de los pies más hermosos. No tuvo que abrirse paso entre la torva de damiselas que se agolpaba alrededor del pródigo Lisandro, pues con un poco de aliento en la boca se elevó por las murallas de la ciudad y sostenida en el aire, pronunció:
-Bien hice en confiarte tremenda prueba, rapsoda y errante amador. Has sido paciente y valeroso al seguir a la celosa luna que me custodia todas las noches. Pero, ¿serás lo suficiente digno como para vencerme en una contienda de danza y serenata? Si así lo hicieras te entrego mi amor en un cofre de eternidad. Soy Linda Belia, la doncella de los pies más hermosos, quien en una noche de ardores abandonó su tibio lecho en busca del eterno amador. Te he elegido, Lisandro, y te reto a seducir a la luna con la melodía de tu cítara prodigiosa. Hoy, el astro amante que una vez me besó los pies, ha querido entrar por la fuerza en mi habitación y solo tu música podrá arrebatarle tales ardores y amansar sus pasiones. Si es verdad que en el haz de las constelaciones existe un hombre capaz de seducir a la luna con una sonata, ese será mi caballero guardián. Yo danzaré a tu lado, al pie de las murallas y tu serenata deberá superar mis candentes pasos. Cuando la luna se halle a tu merced, arrójala de un bandazo hacia los confines del espacio, entonces amanecerá y me desposarás en las playas de la magnífica Casia.
El pródigo Lisandro, consternado por la propuesta, accedió con una venia de salón. Inició su serenata con un solo melifluo y pausado que ablandó la arena y sonrojó las murallas; el compás llegó hasta el balconcito de Linda Belia y la luna se asomó erizada. Olió la música y corrió apurada hacia las murallas, donde la esperaban el intérprete y la doncella de los pies más hermosos. Tras levantar el polvo diamantino que la noche derramaba por las calles, la luna se detuvo a la misma distancia entre la cítara del pródigo Lisandro y los pies flotantes de Linda Belia. Una cuerda tensionada de doble vertiente la sujetaba en su punto, no sabía hacia donde dirigirse. El músico apuró su solo y lo convirtió en una balada lloviznada de acordes ágiles mientras la doncella llevaba sus pies, rellenos de sangre dulce y colorada, hacia las fronteras de la noche. La competencia era reñida, a cada movimiento cambiante de la cítara, el cuerpo aéreo de la damisela ejecutaba una danza aún más impecable. La luna titubeaba, la ciudad se estremecía, las murallas rechinaban, los intérpretes sudaban. De pronto, la cítara empezó a destemplarse, a amilanarse; el pródigo Lisandro estaba como aletargado, y cuando los allí presentes se sacudieron ante el horror del sonido, se aterrorizaron más: El amador caía embebido en la magnífica danza de Linda Belia.
La luna, ante tal situación, se decidió por la doncella y se abalanzó sobre su cuerpo aéreo. Linda Belia apenas si alcanzó a esquivarla y salió despavorida hacia el interior de la ciudad; la diosa celosa corrió tras ella y a espaldas de ambas, una estela de pasión. Minutos después, el pródigo Lisandro, con la mirada oculta en las sombras de su frente y una sonrisa maliciosa que nadie se podía explicar, rasgó las cuerdas de la cítara con un rápido y último furor, como si concluyera su serenata. Un garabato sonoro, parecido a un aullido de coyote, ascendió desde las murallas y colgó su eco en el lucero más cercano. Solo se escuchaba un silbido delgado y tembloroso.
Linda Belia volvió con charcos de lágrimas en sus mejillas, con sus vestidos rasgados, tan grave y terrestre como las demás; ya no era la doncella de los pies más hermosos y no volvería a flotar. Los habitantes de Casia, aterrorizados, entendieron: Linda Belia había sido desflorada por la luna, la celosa dama que encendía las gracias pero que las desvanecía cuando las damiselas empezaban a amar. El pródigo Lisandro hirió la cítara una vez más y el eco que temblaba en el lucero se concentró en un rayo de música material y se disparó con una potencia iracunda hacia la cabeza de Linda Belia. La doncella solo dejó escapar un quejido mínimo, como de cachorro de león y cayó inerte en los brazos del amador. La gente gimió despavorida y quiso cubrirse el rostro con las manos, pero el joven Lisandro, con una mano en alto, acalló los clamores y habló:
-Habitantes de las magníficas murallas de Casia, no lloréis la vanidad de esta soberbia doncella, quien me citó en un duelo a muerte, creyendo que lo hacía por amor. Harto estuve tentado de ceder a los encantos de su danza vaporosa y mi cítara no pudo hacer nada al respecto. Pero, ¿vuestra querida damisela, en algún momento consintió en fundirse con mi música cordial? Ni siquiera la luna, tan orgullosa y empoderada, se resistía al influjo de mi cítara ingeniosa. Porque ceder al amor es estar de acuerdo con la sangre y con la vida; no sirve tramar una red de seducción ejecutando una danza si no se conoce lo que es caer en el mismo artilugio. Linda Belia nació para ser amada y no para amar; su destino era el de conocer el sabor agreste de los dioses que le concedieron sus mismas gracias, su destino era el de ser fecundada por su propia vanidad y ser aniquilada por el orgullo de un amador. Entonces larga vida a quienes celamos y matamos por amor.
Y esa fue la única noche en que el pródigo Lisandro y la luna recelosa, dos caballeros osados y definitivos, amaron al mismo tiempo y a la misma mujer. Linda Belia, dice Flavio Antenoor, subsiste en las estatuillas delicadas que cruzan por la calle sin fijarse en “nuestras cítaras andantes”; Linda Belia subsiste en las damiselas hogareñas que duermen y sueñan en las murallas de Casia, donde habitaron las mujeres con los pies más bellos del mundo.
Una noche chorreante de luceros, en que el sumo de la luna caía sobre los hongos, se escuchó la cítara del pródigo Lisandro. El sonido era frutal: liso y redondo, arrojado con galanura en los balcones de las doncellas de pies hermosos. Los mendigos se sacudieron, los perros aullaron en un relámpago acústico y se disputaron a zarpazos los trozos de la música; las mujeres, con los pies envueltos en sus menjunjes de hierbas, pusieron marcha hacia las murallas de Casia, donde Lisandro les habló así:
-Hermosas doncellas de la magnífica Casia, ¿habéis de creer que el amor se atravesó, flotante y danzarín, en el camino de este cantor errante? Insistí en darle caza con la sensualidad de una serenata, de besarle los pies con la humedad de mis acordes, pero creedme, ese amor que venía amparado por la luna, me dijo: “si de verdad eres amante, volarás donde la luna se hace amiga de las cornisas” Y derramando mis pasos por el continente, he seguido la elíptica ruta de vuestra redonda amiga. Esta noche la he visto aterrizar en aquel balconcito donde la luz no se ha encendido.
No bien terminó de hablar el músico allegado, cuando apareció ingrávida y perfumada, la doncella de los pies más hermosos. No tuvo que abrirse paso entre la torva de damiselas que se agolpaba alrededor del pródigo Lisandro, pues con un poco de aliento en la boca se elevó por las murallas de la ciudad y sostenida en el aire, pronunció:
-Bien hice en confiarte tremenda prueba, rapsoda y errante amador. Has sido paciente y valeroso al seguir a la celosa luna que me custodia todas las noches. Pero, ¿serás lo suficiente digno como para vencerme en una contienda de danza y serenata? Si así lo hicieras te entrego mi amor en un cofre de eternidad. Soy Linda Belia, la doncella de los pies más hermosos, quien en una noche de ardores abandonó su tibio lecho en busca del eterno amador. Te he elegido, Lisandro, y te reto a seducir a la luna con la melodía de tu cítara prodigiosa. Hoy, el astro amante que una vez me besó los pies, ha querido entrar por la fuerza en mi habitación y solo tu música podrá arrebatarle tales ardores y amansar sus pasiones. Si es verdad que en el haz de las constelaciones existe un hombre capaz de seducir a la luna con una sonata, ese será mi caballero guardián. Yo danzaré a tu lado, al pie de las murallas y tu serenata deberá superar mis candentes pasos. Cuando la luna se halle a tu merced, arrójala de un bandazo hacia los confines del espacio, entonces amanecerá y me desposarás en las playas de la magnífica Casia.
El pródigo Lisandro, consternado por la propuesta, accedió con una venia de salón. Inició su serenata con un solo melifluo y pausado que ablandó la arena y sonrojó las murallas; el compás llegó hasta el balconcito de Linda Belia y la luna se asomó erizada. Olió la música y corrió apurada hacia las murallas, donde la esperaban el intérprete y la doncella de los pies más hermosos. Tras levantar el polvo diamantino que la noche derramaba por las calles, la luna se detuvo a la misma distancia entre la cítara del pródigo Lisandro y los pies flotantes de Linda Belia. Una cuerda tensionada de doble vertiente la sujetaba en su punto, no sabía hacia donde dirigirse. El músico apuró su solo y lo convirtió en una balada lloviznada de acordes ágiles mientras la doncella llevaba sus pies, rellenos de sangre dulce y colorada, hacia las fronteras de la noche. La competencia era reñida, a cada movimiento cambiante de la cítara, el cuerpo aéreo de la damisela ejecutaba una danza aún más impecable. La luna titubeaba, la ciudad se estremecía, las murallas rechinaban, los intérpretes sudaban. De pronto, la cítara empezó a destemplarse, a amilanarse; el pródigo Lisandro estaba como aletargado, y cuando los allí presentes se sacudieron ante el horror del sonido, se aterrorizaron más: El amador caía embebido en la magnífica danza de Linda Belia.
La luna, ante tal situación, se decidió por la doncella y se abalanzó sobre su cuerpo aéreo. Linda Belia apenas si alcanzó a esquivarla y salió despavorida hacia el interior de la ciudad; la diosa celosa corrió tras ella y a espaldas de ambas, una estela de pasión. Minutos después, el pródigo Lisandro, con la mirada oculta en las sombras de su frente y una sonrisa maliciosa que nadie se podía explicar, rasgó las cuerdas de la cítara con un rápido y último furor, como si concluyera su serenata. Un garabato sonoro, parecido a un aullido de coyote, ascendió desde las murallas y colgó su eco en el lucero más cercano. Solo se escuchaba un silbido delgado y tembloroso.
Linda Belia volvió con charcos de lágrimas en sus mejillas, con sus vestidos rasgados, tan grave y terrestre como las demás; ya no era la doncella de los pies más hermosos y no volvería a flotar. Los habitantes de Casia, aterrorizados, entendieron: Linda Belia había sido desflorada por la luna, la celosa dama que encendía las gracias pero que las desvanecía cuando las damiselas empezaban a amar. El pródigo Lisandro hirió la cítara una vez más y el eco que temblaba en el lucero se concentró en un rayo de música material y se disparó con una potencia iracunda hacia la cabeza de Linda Belia. La doncella solo dejó escapar un quejido mínimo, como de cachorro de león y cayó inerte en los brazos del amador. La gente gimió despavorida y quiso cubrirse el rostro con las manos, pero el joven Lisandro, con una mano en alto, acalló los clamores y habló:
-Habitantes de las magníficas murallas de Casia, no lloréis la vanidad de esta soberbia doncella, quien me citó en un duelo a muerte, creyendo que lo hacía por amor. Harto estuve tentado de ceder a los encantos de su danza vaporosa y mi cítara no pudo hacer nada al respecto. Pero, ¿vuestra querida damisela, en algún momento consintió en fundirse con mi música cordial? Ni siquiera la luna, tan orgullosa y empoderada, se resistía al influjo de mi cítara ingeniosa. Porque ceder al amor es estar de acuerdo con la sangre y con la vida; no sirve tramar una red de seducción ejecutando una danza si no se conoce lo que es caer en el mismo artilugio. Linda Belia nació para ser amada y no para amar; su destino era el de conocer el sabor agreste de los dioses que le concedieron sus mismas gracias, su destino era el de ser fecundada por su propia vanidad y ser aniquilada por el orgullo de un amador. Entonces larga vida a quienes celamos y matamos por amor.
Y esa fue la única noche en que el pródigo Lisandro y la luna recelosa, dos caballeros osados y definitivos, amaron al mismo tiempo y a la misma mujer. Linda Belia, dice Flavio Antenoor, subsiste en las estatuillas delicadas que cruzan por la calle sin fijarse en “nuestras cítaras andantes”; Linda Belia subsiste en las damiselas hogareñas que duermen y sueñan en las murallas de Casia, donde habitaron las mujeres con los pies más bellos del mundo.
Federico Bal.
Resultado del Taller de dramaturgia
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